Cinismo electoral

Cinismo electoral

Comienza el espectáculo  de las elecciones, el mayor entretenimiento de masas de los países subdesarrollados;  fantasía circense producida por creadores de imágenes, escenógrafos, directores musicales, mercadólogos  y escritores de ficción. Terminará el show con la  algarabía de un nuevo presidente y, después, nada habrá cambiado.

 Los  partidos han secuestrado la democracia y, a la vez, han quedado atrapados por  un sistema que,  luego de cincuenta años de elegir y ser elegidos, resulta imbatible, corrupto y al servicio exclusivo de sus dirigentes. De ahí que el gobernar al margen de la ley y despreciando el  porvenir de la nación es una costumbre que, aquí, “no puede no ser”. Si creemos  lo contrario soñamos como Pilarín.

Cualquier sistema establecido, familiar, social o individual, resulta difícil de modificar-  aun contando con auténticas motivaciones de reforma, que no es el caso nuestro-, porque  se congelan  en  “status quo” hasta que algo estremecedor ocurre y  se abren  grietas de esperanza.

Los candidatos arrastran un fardo aplastante repleto de  errores y corruptelas, y van comprometidos con la  impunidad- el sistema los obliga al compromiso-,  dejándose zarandear por las  camarillas que acechan para quedarse con el santo y la limosna del Estado. Se pasarán el interés social por donde siempre se lo han pasado y seguirán repitiendo las tristes aventuras de piratas  con garfio y  pata de palo.

El gansterismo político está garantizado; la buena fe no tiene fuerzas suficientes para  luchar en contra de intereses creados, y  la psicología deformada de los políticos les impide  trascender más allá de sus narices. Conocen más de comercio que de sociología.

Las ideas, las doctrinas y las figuras inspiradoras de Juan Bosch y Peña Gómez, adornarán las carrozas del carnaval electoral y, al terminarse la fiesta,  irán a parar  a los enormes basureros ideológicos de cada partido envueltas en los programas de gobierno recitados por “el equipo de profesionales”.

La retórica  vacua  y  simplista del “yo haré” ha sustituido el auténtico debate  político sobre el futuro de la nación. Escuchamos a vendedores de  pomadas  milagrosas pretendiéndonos hacer creer  que los errores  cometidos no se volverán a cometer. ¡Qué trágico descaro! Parecen dueños de  burdel ofreciendo conventos de Carmelitas.

Enfrentemos las próximas elecciones con cinismo, sin ilusiones, si se quiere. Sabemos, pues ahí están los hechos para certificarlo, que una vez encarceladas las víctimas propiciatorias, algún simulacro de reforma y el debut de nuevos funcionarios, pasaremos en corto tiempo a sufrir las inconsecuencias del  gobierno de mala manera.

 La dinámica incólume de sus propias organizaciones los tiene maniatados y  sin escapatoria, obligándolos a refugiarse en la pandilla y a ocupar  gran parte del tiempo en velar por sus intereses inmediatos, ya sean de fortuna o de poder.  

Por eso, y antes de votar, seamos sinceros con nosotros mismos y preguntémonos- como ya es tradicional en esta democracia secuestrada- quién de los dos resultaría ser el  menos malo. ¿Cabe acaso otra pregunta en un sistema político tan rígido y defectuoso como el nuestro?

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