Cita con “Cien Años de Soledad”

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POR HAMLET HERMANN
Topé por primera vez con la novela “Cien Años de Soledad” cuando estaba prisionero en 1973 luego de la extinción de nuestra lucha guerrillera. Reponía en esos días los rigores de las torturas y malos tratos con que me habían “tranquilizado” en la base aérea de San Isidro.

 La opinión pública reclamaba con energía que apareciera el sobreviviente guerrillero capturado en Villa Altagracia semanas atrás. Pero el estado en que habían dejado mi cuerpo los militares luego del “tratamiento” a que fui sometido impedía que alguna fotografía fuera publicada o alguien pudiera visitar la solitaria celda que ocupaba. Los militares se dedicaron entonces a alimentarme al tiempo que suspendieron el “tratamiento” de manera que recuperara la apariencia física normal.

No recuerdo ahora quién llevó esa novela hasta la prisión. Eran los tiempos en que someramente me enteré de que existía un periodista llamado Gabriel García Márquez que había escrito esa obra. Aunque fue publicada por primera vez seis años atrás, en 1967, mis actividades revolucionarias y luego el entrenamiento militar en Cuba no habían dejado espacio para leer esa obra. Pero en aquel momento no era más que un prisionero en celda solitaria que, además de los malos tratos recibidos, había perdido cerca de setenta libras del peso normal. El tiempo sobraba, así que me dediqué a la lectura con voracidad. Ninguna otra cosa tenía que hacer allí. Ayudaba a mi lectura el que mis captores mantuvieran permanentemente encendidos varios bombillos. Veinticuatro horas continuas de luz buscaban desequilibrarme e impedir el sueño pero. Paradójicamente, facilitaban el disfrute de esa obra.

La leí de un tirón la primera vez. Sólo interrumpían los chillidos de los goznes de la única puerta de la celda cuando los sargentos verifi mento o llevaban la comida. Esas interrupciones sobresaltaban porque hacían recordar cuando me buscaban a medianoche para las sesiones de interrogatorio y pésimos tratos que dispensó la oficialidad seleccionada para el “tratamiento”.

Aunque un preso no tiene libertad cuenta con mucho tiempo libre. Apenas quitaba la vista del libro para acomodar mis nalgas aplastadas por el tibio piso de mosaicos. Llamó mucho mi atención la descripción del circo que llegó a Macondo y la forma en que atraía la atención de todos. Inconscientemente asociaba la lectura con el origen de mi rama familiar paterna. Los Hermann Consonni viajaban cada año a República Dominicana desde Cuba con un grupo de bufos, una especie de vodevil. La compañía se llamaba Hermann-Morita. Viajarían regularmente hasta el año 1927 cuando la compañía se desbarató merced a que la principal estrella casó con un empresario licorero de Santiago de los Caballeros. En la lectura imaginaba entonces a aquellos que llegaban a Macondo con las caras de mi padre, mis tíos y otros que sólo conocí años después cuando ya peinaban canas y exponían calvas.

Como no tenía capacidad para valorar literariamente lo que estaba leyendo, llegué hasta la última página sintiendo un vacío. Traté entonces de recordar lo que había leído “en primera vuelta”. En la memoria sólo habían quedado detalles escasos y rasgos del relato con muchas confusiones sobre los personajes. Tantos Buendía saliendo y entrando en el relato me habían hecho perder el rastro del hilo conductor de la obra. Decidí entonces empezar a leer de nuevo. Nadie esperaba por mí como no fuera para hacer daño y el tiempo seguía teniendo poco significado. En esa segunda lectura no lograba evadir el prejuicio de que estaba viendo de nuevo la misma película. Sin embargo, empecé en esta ronda a darme cuenta y a entender cosas que en la primera lectura habían pasado inadvertidas. Gradualmente fui ajustando las imágenes que creaba García Márquez y las cosas fueron saliendo de la neblina para mostrarse más en la forma que el autor quería que nosotros las viéramos.

Cuando sin aburrimiento volví a llegar a la última página me convencí de que el rebulú familiar de los Buendía todavía no lo entendía bien. Y fue entonces cuando en aquella iluminada celda decidí leerla por tercera vez. Pedí entonces a uno de mis carceleros, un Coronel de la Fuerza Aérea, que consiguiera un lápiz y una hoja de papel. Obsesionado estuve con la idea de que la única forma de entender aquello a fondo era si me dedicaba a construir el árbol genealógico de la familia Buendía.

Y así fue como empecé a estudiar en esta tercera vez, no ya a leer, “Cien Años de Soledad”. Leyendo hacia delante y buscando hacia atrás, fui haciendo mi arbolito genealógico poniendo a Aureliano aquí a Rosario la bella por allá y así sucesivamente a todos hasta que la hoja de papel fue ocupada por mis trazos y garabatos, de lado y lado. Cada rama que añadía llevaba a tratar de apropiarme de la obra. Tanta era la compenetración con ella que la sentía mía y de nadie más. Ya no era la novela del periodista colombiano-caribeño sino una obra propia porque en aquella solitaria celda hasta las cucarachas eran de mi propiedad.

Mi siguiente labor fue hojear y ojear, de hoja y de ojo, aquellas páginas que empezaron a lucir antiguas de tanto manoseo en un ambiente carcelario del cuarto mundo. Comprobé entonces que ya estaba en condiciones de volver a leer la novela por una cuarta vez. Creía haber descifrado los vericuetos del narrador y suponía que eso me acreditaba como lector calificado. Y así fue. Sólo faltó aprendérmela de memoria.

Lo lamentable de esta historia es que, cuando finalmente fui excarcelado y deportado de República Dominicana, por una reacción protectora de mi organismo, el cerebro borró los recuerdos de mi estancia en aquella prisión. Parece que la selectiva memoria no quería que recordara el “tratamiento” al que había sido sometido durante meses en aquel lugar. Y fue así como todo lo que había leído y entendido de “Cien Años de Soledad” lo olvidé totalmente.

Tiempo después, cuando alguien preguntaba si había leído esa novela respondía: “Sí, cuatro veces.” Pero cuando al creerme experto en la materia trataba de profundizar en el contenido y en las formas, siempre yo cambiaba el tema para que el otro no perdiera el tiempo con un desmemoriado.

Es por eso que cuando pueda adquirir la más reciente edición de “Cien Años de Soledad” de inmediato empezaré a leerla de nuevo. Y quizás en ese trayecto de una quinta lectura, que será también primera, logre toparme con algunos de los recuerdos que 34 años atrás la memoria borró para preservar mi salud mental y, quizás, mi vida.

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