Ciudades a la buena de Dios

Ciudades a la buena de Dios

La vida urbana nunca había estado tan acosada como ahora. Como la peor plaga, el caos creciente va desplazando el orden decadente. Los mal llamados buhoneros ocupan las aceras y pasos peatonales elevados, y la autoridad no toma cartas en el asunto. La CAASD somete a los que desperdician agua potable, pero la justicia se queda como si tal cosa. Guaguas destartaladas y taxis transitan por donde se les antoja y convierten zonas residenciales en arrabalizados estacionamientos, pero la autoridad municipal se hace la desentendida. Y se enquista en pleno pulmón del parque Mirador Sur una fábrica de abono orgánico, cuyos procesos industriales acarrean implicaciones ambientales nocivas, y el Ayuntamiento del Distrito Nacional es co-responsable de la situación.

También tenemos los índices más altos de contaminación en todos los órdenes. La de origen sonoro no podría ser más hiriente para la salud. La visual, ni se diga. El ambiente está cargado de un contenido precursor de numerosos trastornos del equilibrio psíquico. Por inexplicable contradicción, la modernidad y el progreso se han convertido en precursores del caos en nuestros núcleos urbanos. Todo parece regirse bajo un criterio tribal, en el que el orden involuciona en vez de multiplicarse. Y lo peor de todo es que la autoridad ha desertado del deber en todos los ámbitos. Dejar hacer, dejar pasar, parece la consigna. Jamás la paz urbana estuvo tan acosada.

Bajo el imperio del gatillo alegre

María Eduvirgen Comprés de la Rosa apenas vivió dos años. Una bala escupida por el arma de un gatillo alegre tronchó su inocente existencia cuando una disputa entre delincuentes degeneró en refriega en el barrio Las Cañitas. Horas después la Policía se ufanó de haber matado a uno de los inculpados de la muerte de la niña. En el barrio Capotillo, un jovencito de 15 años murió y resultaron heridas varias personas, incluyendo un joven de 14 años, en dos balaceras entre pandilleros.

Sin duda estamos bajo el violento imperio del gatillo alegre. El delincuente no repara en el riesgo de que vidas inocentes puedan estar de por medio. Se tira a matar a quien sea, donde sea. Y la autoridad actúa con la misma filosofía. Matar al sospechoso está causando al policía una sádica satisfacción por deber cumplido. Este ejercicio está dejando a la justicia fuera de juego, y atónita a una sociedad indefensa.

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