Civilización y Cultura

Civilización y Cultura

POR LEÓN DAVID
Me asalta la sospecha de que en torno a eso que solemos denominar “cultura” y “civilización” –asunto mortificante sobre el que han despilfarrado los teóricos toneladas de buen papel y barriles de excelente tinta– aun no se ha pronunciado la última palabra. En todo caso, por estos melancólicos parajes del siglo que alborea es todavía usual ver empleados ambos términos como si el significado de cada uno de ellos fuese aproximadamente el mismo…

Ahora bien, sobre mis lábiles hombros no echaré –de ello haré gracia al lector– el antipático ejercicio policial de los preceptistas de la lengua, cuya tarea parece consistir en aplicar los rigores de la inquisición gramatical al vocablo pecaminoso y a la prosa descastada y herética. Como no alienta en mí la dogmática vocación de Torquemada, zanjaraé por lo sano la disputa:

Me inclino a pensar que aun cuando designen aspectos vecinos y hasta emparentados de la realidad, las expresiones “civilización” y “cultura” no admiten ser utilizadas indistintamente como si de fichas intercambiables se tratara. Si mucho me apuran llegaré hasta asomar la posibilidad de que, de no establecer una demarcación clara entre esas dos fórmulas lingüísticas, incurriremos a menudo en imprudentes equívocos y en confusiones desesperantes.

Digamos, pues, cosa de no seguir dando inútiles vueltas alrededor del pozo con ilusión de agua que no moja el gaznate, que el de “civilización” es concepto que nos encara al costado externo y ostensible de la creación humana; mientras que –a reserva de que se me demuestre lo contrario–, remite la noción de “cultura” a ciertos valores del espíritu cuya siempre problemática presencia no es de inmediato perceptible para el ojo distraído o desatento. En el primer caso estamos hablando, antes que nada, de objetos materiales, de técnica y procedimientos que atestiguan un determinado señorío del hombre sobre la naturaleza; aludimos en el segundo a cosa muy distinta: a la conciencia, al pensamiento, a la sensibilidad…

No escapará a la agudeza del perspicuo lector que existe estrechísima conexión semántica entre las dos voces que estamos sometiendo a escrutinio, conexión que puede llegar a antojársenos las caras de una misma moneda. Aceptado. Empero, a riesgo de hallarme incurso en tozudez, insistiré en que no resultará ni conveniente ni afortunado vaciar en el mismo saco ambas denominaciones. ¿Por qué? Porque si así procediéramos sería casi imposible explicar algunas inquietantes paradojas: tal el caso de la mortífera bomba nuclear o de los amenazadores misiles disuasivos, frutos ingeniosos de sofisticada civilización que, sin embargo, no alcanzan a disuadirme de la idea de que hablan muy poco a favor de la cultura de quienes requieren los dudosos servicios de semejantes artefactos.

Otro hecho anecdótico: todas las dictaduras del mundo emplean las refinadas técnicas de la civilización moderna en la nada culta tarea de intimidar, martirizar y enmudecer a sus adversarios. Y como sé que la paciencia del lector tiene límites que por respeto y cortesía no debo trasponer, esgrimiré, a guisa de ejemplo, una última contradicción cuya frecuencia y banalidad no la hacen menos desagradable: ¿Por qué en la civilizadísima pantalla del televisor se le entra a palos al buen gusto y al refinamiento cultural con imágenes ofensivas que retrotraen al televidente al umbral cavernario de las reacciones primitivas y de los peores atavismos conductuales?… Tras el gesto doctoral del académico un agresivo primate está al acecho.

¿Cómo hacer comprensible la antinomia?…

Por sí sola se resuelve tan pronto convenimos en que la cultura no adorna ni acompaña necesariamente las acciones que suponemos propias del comportamiento civilizado. Una peligrosa brecha, que tiende a ensancharse cada vez más, separa la civilización de la cultura. Lo que las distancia es tan evidente que huelgan las antiparras para confirmarlo. El valor de la cultura no coincide con el de la civilización. Es más fácil y rápido graduarse de médico o de ingeniero que reflexionar con provecho en torno a los problemas esenciales de la existencia humana. El aprendizaje de una fórmula abstracta es más simple que la superación de una costumbre perniciosa. Y un individuo que no medite alguna vez acerca de los propósitos y motivaciones de la vida podrá acaso desempeñarse como experimentado profesional en el ramo que haya escogido, pero lejos, muy lejos estará de cumplir con las exigencias que nos autorizan a conferirle el título de hombre culto.

Siempre ha sido más cómodo –nadie lo ponga en duda– construir una carretera, un satélite artificial o un microscopio que convivir armoniosamente con quienes no piensan de la misma manera que nosotros. Mas si la intolerancia no luce incompatible con las soberbias autopistas y rascacielos que nos ha obsequiado la civilización, el fundamentalismo, la intransigencia astigmática en cualquiera de sus proteicas manifestaciones se hallarán siempre en discordia con mi noción de la cultura. Con más celeridad nos subimos al avión a reacción que nos deshacemos de un prejuicio; pues para usufructuar de parejo símbolo de nuestra más depurada tecnología y civilización nunca ha sido necesario poseer un certificado de sabiduría: basta tener el deseo de volar y el dinero con que comprar el pasaje.

En suma, los bienes de la civilización los podrá disfrutar quien haya hecho acopio de medios para adquirirlos. Pero como ninguna cuenta bancaria ni tarjeta de crédito garantizan a su dichoso poseedor el goce de los dones esquivos del refinamiento espiritual, a menudo nos topamos en la calle con atildados orangutanes cuyos trajes impecables, lujosos vehículos y fastuosa mansión no alcanzan a encubrir su selvática procedencia y atrabiliaria rusticidad.

Y lo triste del caso, lector benévolo, es que en nuestro medio tales simios de cuello y corbata suelen alcanzar un prestigio muchísimo mayor que el de los hombres cultos, porque ninguna persona sensata desperdiciaría su vida corriendo tras el éxito, la fama, la riqueza y el poder… Nunca ha ligado la lucidez con las ambiciones mundanas del populacho. La cultura obliga a vivir hacia adentro y es modesta en cuanto a sus reclamos materiales.

Tengo la impresión y aún la certeza de que los progresos materiales extraordinarios debidos a la ciencia en los últimos lustros no han podido ser asimilados –no ha habido tiempo para ello– por la colectividad. Y el conocimiento que no se digiere intoxica. Problema de maduración es el de la cultura. Posee ésta el mismo crecimiento del árbol o de la semilla. Su desarrollo obedece a un movimiento interno que no acepta ser violentado impunemente. No es otra la razón de que el proceso civilizatorio desigual, acumulativo y veloz que estamos presenciando, para regocijo de muchos y desconcierto de otros tantos, haya engendrado un ejército de individuos diestros en el manejo de la computadora pero perfectamente incompetentes en lo que toca a disfrutar de la existencia y hacérsela disfrutar a los demás.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas