PEDRO GIL ITURBIDES
Me seduce la figura de Abraham. Su vida compendia la vida de todos los seres humanos, descendientes o no de su raza y de su pueblo. Sus liviandades, sus debilidades, sus deslices, las argucias a las que recurrió para lograr determinados objetivos de vida. Todo cuanto hizo en su longeva existencia son actos distintivos de hombres y mujeres de todas las generaciones de todos los pueblos, desde los días que fueron suyos. Lo admiro tanto por ello, puesto que confieso la debilidad del polvo de la tierra de que fuimos forjados, como por su ascenso espiritual.
Caldeo de nacimiento, en medio de pueblo politeísta advierte la presencia del Creador en su conciencia. Abraham siente aquella voz en su alma, como la hemos sentido muchos en nuestra existencia. Abraham responde, contra la sorda obcecación mostrada por los demás, en todos los tiempos. Inicia con ello el largo camino que ha recorrido al partir de Ur. En el proceloso devenir dejaremos atrás al individuo primitivo para volvernos persona humana. Porque Abraham es, ante todo, símbolo.
Por supuesto, cuando el hagiógrafo lo retrata nos coloca ante una persona de carne y hueso. Un propietario de hatos y esclavos que advierte la decadencia del reino en el que vive, y el agostamiento de los suelos de que se alimenta. Un bravo y visionario caldeo, capaz de afrontar incierto y desconocido porvenir, por la fundación de un nuevo pueblo y de una distinta nación. En su empeño se doblegará y levantará, sojuzgará o vivirá sumiso, hasta fraguar nación distinta a aquella en que vió. Porque de carne y hueso es Abraham.
El salto cualitativo más importante para este hombre y para su pueblo se representa en el sacrificio de Isaac. Todavía al llegar al Nuevo Mundo los españoles encontrarán pueblos que rinden culto a lo desconocido a través del sacrificio de sus semejantes. Entre la antropofagia y estos sacrificios humanos estaremos prejuiciando pueblos, y sospechando de vecinos, hasta muy entrado el siglo XX. Pero Abraham sabe que el crecimiento del ser humano se inicia cuando es capaz de glorificar y alabar a su Creador sin ofrendar la vida de su prójimo.
Pero es en su oración por Sodoma y Gomorra cuando Abraham alcanza su mayor dimensión como ser humano, pletórico de promesas espirituales. Todos los seres humanos hemos vivido a lo largo de los siglos en una u otra de ambas ciudades. El escritor sagrado lo sabe, y nos ofrece esta imagen del Abraham pleno de la gracia divina, rogándole a Dios por los menos contaminados, por los menos corrompidos, por los menos pecadores.
Es el resto de Abraham. Ahora mismo, en las Sodoma y Gomorra en que hemos convertido el concupiscente mundo de nuestros tiempos, se halla ese resto de Abraham. No es fácil retar al Creador para que ofrezca tiempo suficiente para entresacarlos. Con frecuencia contemplamos aquellos que han depredado el erario público golpearse el pecho, no por arrepentimiento, sino gritando contra quienes los emulan. ¡Cerradles el paso, no permitáis que los corruptos se postulen a magistraturas, ni ostenten dignidades nacionales!, proclaman. Y lo mismo dicen los sodomitas, los pederastas, los incestuosos, los traficantes y tratantes de gentes y toda otra forma de esclavitud contemporánea, y cuanto lobo esconde las pezuñas tras la ropa del clérigo santo.
Abraham no es una figura sobrenatural. En el tráfago de la indigencia espiritual, contempla los rostros de cuantos marchan presurosos a su lado. A cada uno trata de juzgarlo con las limitaciones propias de su condición.
Este es justo, le dice al Señor, y es parte de aquellos para cuantos debes tener conmiseración. Con el siguiente cree advertir a un individuo de conducta licenciosa, y se lo advierte al Creador. Este, Señor Dios, ha pecado. Ha prestado con usura. No ha dado pan al hambriento. Abusó de una pariente. Robó de cuanto el procomún puso en sus manos. A ése ¡condénalo, pero no condenes a los justos!.
No es imperativo en su reclamo. Se sabe él también cargado de debilidades, pero tiende su mirada hacia Dios. Se atreve a plantearse, en espléndida teofanía, una provechosa conversación con el Espíritu que rige la vida y cuanto ha sido creado. Si encuentro diez justos, ¿perdonarás la ciudad?.
Y con ferviente anhelo sigue buscando aquellos por los que Dios admita que el bien es posible, y que por tanto, en medio de la inmundicia moral, puede darnos una oportunidad. Incluirá en la lista, no a quienes no han transgredido la ley del Creador, pues estos no existen, sino a cuantos habiéndolo hecho, se han erguido para reencontrarse con Dios.