Claroscuro

 Claroscuro

Empezaba a restablecerme de una virosis que me había dejado tres días postrado en cama. Me recuperaba lentamente.  En el trópico los virus son tenaces y no te sueltan fácilmente. A duras penas logré levantarme del lecho. Caminé un poco por la sala, di algunas vueltas y fui hasta el balcón. Allí me paré y me puse a mirar a lo lejos.  Desde lo alto (vivo en un quinto piso) disfruto de una vista parcial de la ciudad, con el mar al fondo. Perdida la mirada, miraba aquella franja de mar y divagaba.

El mar Caribe se ha convertido en el mar de los detritos, un mar contaminado adonde van a parar nuestras podredumbres. Es curioso: cuando nos sentamos en el malecón, solemos darle la espalda. Casi hemos perdido nuestra antigua relación con el mar. Pensaba en ello cuando de pronto me sentí observado. Me volví y advertí detrás de mí una presencia, agazapada en la sombra. Tardé un tiempo en reconocerla. Aparición salió de la sombra y vino hacia mí:

– ¿No esperabas mi llegada, verdad? Aunque yo nunca llego, pues siempre estoy allí donde estás.  Te veía contemplar el mar de tu infancia.

– Cuando quiero descansar miro al mar. Me hace bien.  Cuando lo contemplo, pienso mejor, veo más claro. Lo contemplo y me confundo con lo contemplado. Medito.

– Conozco el objeto de tu meditación.  Te preocupa no saber hacia dónde vamos, si todo esto lleva a algún lado, si el presente es viable, si tenemos porvenir. No eres lo que se dice un entusiasta del futuro ni de la idea de progreso.

– Estoy acostumbrado a dudar. Desconfío siempre. Aún soy joven, pero ya he  vivido bastante.  He sobrevivido al fin de las utopías, al desastre del amor, al cerco de la soledad. Me ha tocado un tiempo incierto y difícil. ¡Y heme aún aquí! Soy fuerte.

– Es bueno dudar. La duda, y no la afirmación dogmática, es el principio de todo conocimiento. Un intelectual es una conciencia: alguien que hace de la vida  un ejercicio del entendimiento. Su misión principal es la crítica. Sus instrumentos, además de la palabra, son el juicio, el examen, la duda.

– Y, sin embargo, parece que hay que creer en algo. ¿En qué? ¿En Dios? ¿En el hombre? ¿En el amor? ¿En la democracia?

Aparición guardó silencio. No quiso responder a mi pregunta. Prefirió dejarme pensar. Al tiempo prosiguió:

– Si ya no se cree en ideales superiores, es preciso al menos creer en el mejoramiento. Hay un derecho a la esperanza, legítimo, irrenunciable.

– Vivimos bajo un orden más o menos democrático. ¿No es esto acaso lo que debemos mejorar? –pregunto.

– La democracia es una voluntad y una conquista siempre mejorable, perfectible -responde-. Es un deseo: no es lo que somos, sino lo que queremos ser. Las palabras clave parecen ser diálogo, consenso, participación. El juego de la democracia se asemeja hoy cada vez más a un juego de luces y de sombras. Hay esplendores y miserias. Sin embargo, demasiadas cosas se oponen a ella. En primer lugar, el poder. 

– ¿El poder? – interrogo.

– ¿Has leído a Nietzsche? “Se paga caro el llegar al poder: el poder vuelve estúpidos a los hombres”.

– Es cierto. Nada obnubila más que el poder. Su ejercicio entumece los sentidos y envilece el alma.

– Nuestros políticos deberían leer a Nietzsche más a menudo. Les vendría bien.  Sabes, los políticos locales no leen a los filósofos.

– Ni falta que les hace para gobernar y ejercer poder… Pero Nietzsche se refería a la Alemania de su tiempo, posterior al 1871 –trato de explicar-. Cuando afirma que “el poder vuelve estúpidos a los hombres”, lo hace pensando en los alemanes, el otrora “pueblo de los pensadores y los poetas”. Por entonces la política lo envilecía todo. Imperaba lo mediocre. Pero no debemos extrapolar su pensamiento. Estamos en el Caribe insular, a dos mil y tantos años después de Cristo.  

– Poco importa. No se trata de extrapolar su pensamiento, sino de compartir sus intuiciones. Hoy como ayer imperan la vulgaridad, la chabacanería, el instinto de mediocridad. El poder obnubila. La política es un falso paradigma, la Gran Engañifa. ¿No has pensado que disfrutar del poder y a la vez mantener la conciencia íntegra son cosas casi excluyentes? Te diré más: el poder es el gran narcótico de la humanidad, el más nocivo de todos, el narcótico que han consumido los grandes Jefes o Caudillos o Dictadores de nuestro siglo, el de Trujillo, el de Hitler y Stalin. Por eso, toda oposición al Poder es un acto de salud mental, de purificación interior, de libertad suprema.

– De acuerdo, pero hay cosas (buenas y no pocas) que sólo pueden hacerse desde el poder. Oigo repetir que “el poder es para ejercerlo”.  

– ¡Cuidado! Es la frase más cínica que pueda haber. Resulta peligrosa. Sirve para legitimar cualquier conducta desde el poder, su uso y su abuso. Convierte al poder en un fin en sí mismo, en una instancia inapelable.

– Entre nosotros la política es un ámbito demasiado envolvente, demasiado decisivo. Lo es todo, o casi todo. Labra caminos. Garantiza éxitos. Otorga privilegios y prebendas. Decide vidas y destinos.

Aparición me escuchaba atentamente. Hizo una pausa como si meditara sus palabras. Después dijo:

– Escucha. Si queremos evitar que se nos entronice como realidad absoluta, el poder debe ser relativizado, interpelado.  Y sólo puede serlo desde la ética. Nuestro fracaso consiste en no haber sabido ni podido conciliar historia y moral, ética y política.

– ¿Una ética desde el poder o una ética frente al poder?

– La primera es casi imposible: el poder suele prescindir de toda ética que lo pueda relativizar.  La segunda no sólo es posible, sino también necesaria, urgente. El poder del intelectual está en hacer la crítica del poder. Esta crítica debe ser radical y subversiva. El intelectual puede ser lo que desee, cualquier cosa menos complaciente con el Poder. ¡Aléjate del poder, de sus tentaciones seductoras, de su fuerza corruptora! ¡Aléjate de los halagos exagerados y del aplauso lisonjero! ¡Y aléjate también de la gritería y los excesos de la multitud! Y sigue pensando: recuerda que ese es tu primer y acaso único deber. No olvides que eres un hombre de estudio. Y ahora debo dejarte. Creo haberte ayudado a ver un poco más claro.

Aparición se marchó tan inesperadamente como llegó. Cuando lo hizo, volví de nuevo la vista al mar. Seguí mirando a lo lejos un buen rato, de pie, débil aún, hasta que una sensación de ligero decaimiento me obligó a volver a cama.

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