Clientelismo y solidaridad social

Clientelismo y solidaridad social

RAFAEL TORIBIO
En estos tiempos en que se busca reconocimiento por alguna cualidad que destaque o particularice, somos de todos los países de América Latina el que tiene el mayor nivel de experiencias en materia de clientelismo político. Según el Informe del PNUD sobre el estado de la democracia en Latinoamérica, nadie nos supera en la cantidad de personas que conocen personalmente uno o más casos de privilegios recibidos por ser simpatizantes del partido en el gobierno. El 53.1% de los encuestados afirma conocer casos de esta práctica.

Aunque es un fenómeno generalizado, por ser practicado sistemáticamente por todos los gobiernos, y presente de manera cotidiana, pudiera pensarse que es particular de nuestro tiempo, o de reciente aparición. No es así. El clientelismo parece que es consustancial a la práctica política, pues ya en Grecia hay referencia a su ocurrencia. Se indica que el clientelismo, como ahora, consistía en aquel entonces en una relación económica y política de sumisión entre una persona con recursos y poder y otra con necesidades, mediante la cual se busca o asegura la lealtad por favores recibidos o prometidos. Era, y es, una forma de hacer política en la que se procura fidelidad o gratitud, a cambio de favores que se entregan, o que se ofrecen entregar. El clientelismo se ejerce de manera permanente, algunas veces de manera sutil, pero siempre con el objetivo de mantener o lograr el respaldo o la fidelidad políticas. En los momentos de las elecciones el respaldo o la fidelidad deben manifestarse en votos a favor del candidato que ha prometido o hecho llegar algún tipo de favor.

Como explicación del clientelismo, que se ha establecido como una práctica generalizada y utilizada en todos los gobiernos, se señalan factores que lo favorecen. Entre ellos se indican la situación de pobreza y marginalidad de amplios sectores de la población que con escasas posibilidades propias para agenciarse los bienes y servicios que necesitan esperan recibirlos de una fuente externa; el concepto patrimonialista que sobre los cargos de la administración pública tienen todos nuestros partidos; la búsqueda de respaldo político que necesita todo político que quiere llegar a la Presidencia de la República y permanecer en ella después de haberla conseguido; la práctica cada vez extendida de centrar la labor política de los partidos en los posibles votantes en vez de reforzar la vinculación con sus militantes; las experiencias exitosas de algunos gobernantes de haber logrado el poder, y mantenerse en él por varios años, utilizando el clientelismo; la existencia de una cultura política que permite que los favores sean demandados a los gobernantes y que éstos se sientan obligados a concederlos.

Balaguer en sus numerosos gobiernos fue quien más contribuyó a la consolidación del clientelismo como práctica política cotidiana, iniciada con la rebaja de productos de consumo masivo por debajo de su costo de producción antes de salir del país, como preparación a su planificado retorno. El Peme y el Plan Renove son los monumentos más acabados y recientes de clientelismo político y de corrupción. Pero a diario presenciamos formas de clientelismo político que por su reiteración y cotidianidad parecieran que son prácticas que se deben de considerar como normales. Así, conocemos la sustitución de empleados públicos por militantes del partido ganador, la proliferación de Subsecretarías de Estado, nombramientos que exceden el límite de la prudencia en las legaciones diplomáticas, como también el excesivo número de Ayudantes Civiles del Presidente de la República.

A la preocupación, que debe ser grave, de la aceptación del clientelismo como una práctica normal, tanto por quien lo otorga como por quien lo recibe, se agrega ahora la consideración en algunos de nuestros políticos de que en una situación de precariedad económica, disminución del poder adquisitivo, aumento del desempleo y la necesidad de hacer llegar algún tipo de ayuda a los sectores más afectados, lo que se denigra como clientelismo pudiera ser considerado como una forma de solidaridad social. Quienes así razonan argumentan que con estas ayudas lo que se busca es contribuir a mejorar la situación de estos sectores, no su lealtad política, por lo que en vez de crítica lo que debe merecer es apoyo por ser una forma de solidaridad del Estado con los que menos tienen.

En realidad, esta argumentación a favor del clientelismo no representa otra cosa que la claudicación y la aceptación de la rentabilidad política de esta práctica, tratando de justificarla, para que sea aceptada como una forma de solidaridad. Se presenta esta vieja práctica con un ropaje de modernidad para que sea aceptada en vez de rechazada. Si aceptamos el clientelismo como solidaridad social, estaremos muy cerca de que se nos presenten los sueldos del personal excesivo en la administración pública, que tiene un «empleo» en vez de un «trabajo», como una forma, también moderna, de gasto social.

Conviene no olvidar que el deterioro económico sufrido por nuestra economía, que ha incrementado la vulnerabilidad  de amplios sectores sociales, justifica la asistencia social del Estado y que la proximidad de unas elecciones, donde se debe tratar de modificar la correlación de fuerzas en el Congreso y en los Ayuntamientos, puede explicar el argumento de considerar el clientelismo como una forma de solidaridad social.

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