¿Cómo vivir olvidando los muertos?

<p>¿Cómo vivir olvidando los muertos?</p>

JOSÉ BÁEZ GUERRERO
Es curioso que una de las maneras más acertadas de saber cómo se desenvuelve la vida de un pueblo es observar cómo tratan a sus muertos. El amor, el respeto, la consideración, todos los sentimientos que determinan la cohesión familiar, difícilmente puedan desaparecer junto con la persona que muere, pues sigue viviendo en la memoria, y si se es religioso, en la esperanza del reencuentro en lo ignoto, en el profundo misterio del más allá. Pero en lo que llegan la reunión o el olvido, queda la cuestión práctica del entierro, la tumba y el cementerio. Si a los dominicanos nos fueran a juzgar por nuestros camposantos, la verdad que somos unos pobrecitos desdichados, unos bárbaros.

Algunos pueblos más organizados que nosotros, y con otros valores culturales, llevan a sus ancianos a asilos y hogares de envejecientes, donde son almacenados mientras llega su tránsito. Aquí sin embargo, a la mayoría de las familias se les hace difícil enviar a los abuelitos a vivir con extraños, y en muchos hogares siempre hay espacio para los viejos. Tal vez es que la pobreza impide disponer otra cosa, pero me resulta chocante que los sacrificios familiares que se realizan para tratar de acomodar a los ancianos concluyan con la muerte. Los decesos a destiempo son tan o más dolorosos, pero casi siempre padecen igual infortunio. Tras el entierro, la mayoría de las tumbas quedan abandonadas.

Hace pocos días asistí a un entierro y daba grima ver la condición en que muchas tumbas, incluidas las de prestantes y poderosas familias de la capital, languidecen en el más triste y vergonzoso abandono. Restos de madres y padres, esposos, hijos, hermanos, carentes de dolientes, duermen el sueño eterno rodeados de basura, con yerbajos y malezas testimoniando el descuido, en tumbas polvorientas y sucias como si se tratase de muertos del medioevo, cuando se trata de personas recientemente fallecidas, con hijos, hermanos o viudos vivos y prósperos, dedicados a vivir su vida entregados al olvido de sus seres queridos idos antes que ellos.

Hace unos años el actual síndico del Distrito Nacional pidió que cada dueño de tumba se ocupe de su limpieza, pues el Ayuntamiento carece de recursos para mantener los cementerios como debería. Sería absurdo pasar toda la culpa del abandono de las necrópolis de Santo Domingo a los deudos, pues la verdad es que tan culpables, o mayor aún, por la suciedad y desdoro, son las autoridades, incapaces de garantizar la paz a los muertos.

En efecto, es un horror cotidiano que en los cementerios se roben los ataúdes, los adornos de las tumbas, como floreros, las piedras de mármol o granito, y hasta a los mismos cadáveres, cuyo uso varía desde el estudio de la anatomía por universitarios hasta la brujería. Cualquier ciudadano decente debería espantarse al saber que los cementerios están constituidos en centros de corrupción donde se refugian delincuentes y se practican todas las desviaciones imaginables.

Cementerios como el de la Avenida Independencia podrían ser atracciones turísticas, como ocurre en París o Savannah, pues encierran detalles valiosísimos de historia y arquitectura. Otros como los de la Máximo Gómez o el Cristo Redentor, pueden rescatarse, con ayuda de expertos; la experiencia funeraria seguramente antedata cualquier otro negocio humano.

Un pueblo incapaz de cuidar con respeto y veneración los restos de sus muertos revela una debilidad anímica y estructural tremenda. Para solucionar esto, el liderazgo y la macana deben proveerlos las autoridades, pero tan importante como ello es la introspección que cada ciudadano debería realizar. Si aprendemos a cuidar mejor nuestros muertos, seremos seguramente mejores vivos. Además, ¿cómo olvidar que lo único seguro de la existencia, es que no saldremos vivos de ella?

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