Cocinando con una segunda intención

Cocinando con una segunda intención

Madrid.
Hacer una cosa con segunda intención es proceder de un modo doble y solapado; al que obra así se le supone, en principio, una mala intención, algo que no se atreve a confesar; pero… esto no siempre es así. Al menos, en la cocina.
No me refiero al arte de acomodar las sobras, título de un delicioso librito publicado en el siglo XIX y firmado por “un gastrónomo jubilado”, sino a aquellos casos en que cocinamos “con segunda intención”, pensando en presentar el mismo plato de dos maneras diferentes, que las más de las veces son en caliente y en frío.
Piensen, por ejemplo, en esa maravilla que debemos a la cocina inglesa de la época Tudor: el “roastbeef”. Para hacer un buen “roastbeef” hay que usar una buena pieza de lomo de res, así que, salvo que se trate de una comida para un buen grupo de comensales, nos va a quedar la mitad. Pero es que es lo que queremos al cocinarlo, porque le daremos, al menos, dos vueltas: primero, cortado en lonchas de un dedo de grueso, mostrando su apetitosa gradación de colores, del marrón de la costra al rojo del corazón de la pieza, acompañado de su propio jugo y un buen puré de papas, con un tinto importante en las copas.
La segunda, frío (a temperatura ambiente, no de heladera), cortado en lonchas más finas, con su escolta de encurtidos (cebollitas y pepinillos en vinagre) y, al menos, un par de mostazas, una de ellas inglesa, con una cerveza negra al lado, una Guinness, por ejemplo. Segunda delicia.
Algo así se hizo en casa con unos contramuslos de pollo, más jugosos que la clásica pechuga. En perfecto estado de revista, los abrimos como un libro, los salpimentamos y fuimos poniendo encima una línea de uvas pasas (sin pepita), otra de piñones de pino, otra de un queso de vaca cremoso y una última de pistachos. Volvemos a enrollar los contramuslos y los bridamos con hilo de cocina para mantener su forma.
Ponemos los contramuslos en una cazuela con aceite, para sellarlos; cuando están dorados por todas partes, incorporamos cebolla, ajo, zanahoria y un poco de jengibre. Cuando las verduras están rehogadas, añadimos vino blanco y jugo de limón. Además, un poco de “lemon grass”.
Dejamos evaporar el alcohol, añadimos agua hasta la mitad de la altura de los rollos y dejamos cocer a fuego suave unos tres cuartos de hora.
Se pueden servir calientes, con su propia salsa y acompañándolos de arroz o pasta; a mí me encanta esa pasta de pequeño formato llamada risoni, del tamaño de granos de arroz, precisamente.
Pero hemos hecho el pollo con segunda intención, así que, ya frío, lo cortaremos en rodajas (al corte quedan de lo más atractivo si hemos sabido disponer ordenadamente los ingredientes del relleno), en plan fiambre de lujo.
Para acompañar, lo que prefieran; una mayonesa achispada con un poco de mostaza de Dijon y decorada con unas rayas de tomate irá muy bien como contraste y como decoración.
Ya ven que nuestra segunda intención no ocultaba ningún fin solapado u oculto: se trata, sencillamente, de planificar dos maneras de disfrutar del mismo producto, pero ya desde el momento en que lo cocinamos con vistas a una deliciosa “segunda vuelta”, en este caso un plato fiambre que resulta perfecto para un almuerzo “informal”, un bufé…
Que, de verdad, hay segundas intenciones buenísimas, diga lo que diga el diccionario.

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