Coctelera

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Domingo Ernesto Pichardo Vicioso (Monchín) no sólo fue un gran deportista en toda la extensión de la palabra. El deporte lo heredaba por “los cuatro costados”, como suele decirse en la jerga popular. Su padre, Leobaldo Pichardo, fue un distinguido miembro de la romántica crónica deportiva de su época y al renacer el béisbol profesional, en 1951, su poesía genuinamente azul —¿era necesario decirlo?— engalanaba la “Amalgama de Colores de la Pelota”, del inolvidable Max Reynoso.

¿Y qué decir por la vía materna? Sus caros parientes Tuto, Sixto y José Vicioso Bonnett fueron deportistas de fuste. Tuto fue uno de los grandes jugadores de tenis, codeándose de tu a tu con Manolín Morales y Gilberto -Llullú- Pellerano, ambos inmortales del deporte dominicano. Sixto, quien gracias a Dios vive, además de ser un buen tenista, destacó sobremanera en baloncesto, en la época de “Los Mosqueteros” y fue selección nacional en los Juegos del Centenario de la Independencia en 1944 y en los de Barranquilla, Colombia, 1946. José brilló en baloncesto, tenis y sofbtol. Monchín Pichardo siempre fue un muchacho emotivo. Era un aficionado al baloncesto, pero jamás destacó como estrella en ese deporte. Tanto amaba el juego del aro y del balón, que se convirtió en árbitro y no era raro verlo de juez en choques que se efectuaban en la cancha de “La Normal”, en el respaldo de la calle Canela. Otro joven amante del baloncesto, “Manino” Fernández, hacía pareja con Pichardo. El tenis de mesa era un deporte que se practicaba en clubes sociales y Monchín Pichardo bien pronto destacó como un estelar en ese juego, convirtiéndose en monarca nacional…  Monchín Pichardo siempre fue un fanático del béisbol. Lo recuerdo en una especie de peña que formábamos en un bar propiedad de José y Lourdes Peña, en la calle El Número, donde nos reuníamos a contar de las nueve de la noche para oír a Manolo de la Reguera, por RHC, Cadena Azul, en la transmisión de los juegos profesionales de la Liga Cubana. Su padre y hermanos Horacio, Rafael y Maruja vivían al doblar de esa calle, entre Cambronal y El Número. Monchín Pichardo era bocina IA, pero sin duda alguna que sabía de béisbol. Y mucho. Ya en 1951, al reanudarse nuestra pelota profesional, la grey azul le tenía en sus filas y un decenio después se encontraba entre sus dirigentes. Mire, maginito, he sentido afecto por muchos hombres que han presidido el Licey, pero le digo, sin duda alguna, que el más capacitado de todos ha sido Monchín Pichardo. No sólo por sus conocimientos del béisbol, sino también por su habilidad para conducir el equipo. Si usted le daba alguna ventajita, por ahí se iba, no importa que no asistiera al estadio a ver el juego de su equipo. Por el Licey daba la vida. Fue víctima de tremendo abuso cuando se le “prohibió” la entrada al estadio. Felizmente ese mal se reparó y el torneo del pasado año le fue dedicado…  Monchín Pichardo fue un hombre de relaciones en el béisbol. En el área del Caribe. Y en los Estados Unidos. Sus vínculos con las mayores le proveyeron del material para ganar títulos locales y del Caribe. Era autoritario. No entraba en relajos. A veces se excedía un tanto y eso le creó dificultades. Pero, por encima de todas las cosas, era un hombre que amaba el béisbol. Y a su Licey. La Liga de Puerto Rico le apreciaba tanto que se valía de sus consejos. Cuando Pedrín Zorrilla manejaba el Santurce; siempre buscaba el concurso de Monchín Pichardo. Pablo Morales y Oscar -Negro- Prieto, dueños del Caracas, querían  contratarle para que fuera a dirigir el equipo de la capital de la patria del Libertador… Su débil salud, en los últimos años, le había semi-retirado de la pelota. Retirado, ¡jamás! Los ojos se le encendían cuando recordaba los días difíciles que había pasado al frente del equipo añil. Pero sentía que había cumplido con su deber. Por cumplir con ese deber soportó cambimba. Con él, mucha gente fue injusta. Pero Monchín Pichardo jamás bajó la guardia. Magino, el viejo amigo se ha ido para siempre. Paz a sus restos y consuelo a su esposa Mirtha y a sus hijos y a su hermano, el entrañable Horacio.

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