Con una amplia sonrisa juguetona mi joven amigo me hablaba de forma entusiasta ese mediodía sobre la tanda gozosa que disfrutaría compartiendo besos y caricias en la propiciatoria oscuridad de un cine con la hermosa y chivirica adolescente que había conquistado.
-Se ve que hasta el mismísimo Dios está de mi parte, porque fíjate lo caliente que está el sol, a poco menos de una hora para que la taquillera ponga sus fundillos en la boletería. Lo digo porque un aguacero daña el más bello romance, sobre todo cuando viene acompañado de relámpagos, truenos y rayos, fenómenos que ven los ciegos, y que oyen los sordos. Pero esa estrujadera de blusa y braseare con camisa y franela no nos la despinta ni el ruido de un paquetico de coheticos chinos al lado de nuestros asientos.
Nos despedimos, y mi interlocutor se marchó con la prisa de aquel que está a punto de disfrutar de una de las más placenteras jornadas vivenciales humanas.
Aproximadamente media hora más tarde comenzó a caer uno de esos aguaceros tan intensos, de los cuales el humor dominicano afirma que “le arrancan los rabos a los chivos”.
Al sonar el timbre del teléfono en mi casa pensé que era mi amigo quien llamaba, y acerté.
-Oye, Mario, cuánta razón tiene el dominicano cuando dice que en este país el día más claro llueve, y eso me dañó la cita- dijo con voz apesadumbrada y colgó.
Algo diferente ocurrió en una de las frecuentes comilonas post cena que en altas horas nocturnas celebrábamos varios moradores de mi querido y nunca olvidado barrio capitaleño San Miguel.
Las comilonas tenían lugar en el amplio segundo piso de una edificación de cuatro, donde residía el matrimonio anfitrión, y cada participante se canteaba con una módica suma igualitaria.
En esas ocasiones nos citábamos para juntarnos desde las ocho de la noche, comer entre once y doce, y marcharnos los visitantes a nuestros hogares después de las dos de la madrugada, con las barrigas generosamente llenas.
Una noche que tocaba el “cocinao”, los anfitriones dispusieron la suspensión del encuentro a eso de las seis y media de la tarde por la nublazón y los truenos que mostraba el firmamento.
Al día siguiente los frustrados comensales comentábamos entristecidos no haber disfrutado del festín gastronómico, debido a que desde el cielo no cayò una gota de lluvia.
Y uno de ellos dijo que así como aquí el día más claro llueve, el días más nublado no llueve.