Colocando clavitos en el zapato

Colocando clavitos en el zapato

POR  MANUEL DEL ORBE RISK
Confieso ser un humilde arquitecto y profesor de poca notoriedad en universidades, con lo que ahora puedo subsistir. Recesado de una nueva clase «pudiente» (entre comillas, porque el único «poder» de esa clase reside en su capacidad de compra, no en su capacidad de apreciar o valorar el arte, o la calidad de un diseño) que ponga los diseños de sus edificaciones a los que van y llevan sus talleres a los resorts, discotecas y happy hours de la llamada high class.

Por lo tanto, me declaro un resentido, aunque no un revolucionario de peñas literarias, pero no perdido, como muchos intelectuales de nuestras ciudades, y pido excusas a quienes al leer estas inquietudes puedan sentir herida la tranquilidad de su diario vivir, por la desesperanza que mis palabras tal vez transmitan.

Hace unos días, mirando la televisión en la noche, oí a un joven, cosa rara, decir que los aeropuertos importantes de nuestro país llevan nombres de personas que nunca contribuyeron a impulsar el conocimiento de la aviación nuestra (Joaquín Balaguer, José Francisco Peña Gómez, Juan Bosch, María Montés y Gregorio Luperón). ¿Y de Zoilo García, quién se acuerda de ese vegano que fabricó un avión en el que voló, que luego logró colocarle la pata trasera en los aviones que se fabrican?

Al escuchar esto, me dije «eso es común entre nosotros». Por eso, al darle nombre al recinto que debería ser la expresión más depurada y culta de nuestro acervo artístico, se pensó en Eduardo Brito, meritorio talento de la voz, aunque con pocos estudios académicos de música universal. Con esta elección se pasó por alto, dejándolo en el olvido, a un niño prodigio, en el arte de la ejecución del violín, nacido en 1888 en Moca y que desarrolló su talento y se graduó de violinista en la escuela de música de Leipzig, Alemania. Perfeccionó sus estudios en Francia y ejecutó su música en importantes escenarios de Europa, desde Rusia a España, y en América, desde los Estados Unidos hasta Argentina.

Fue aclamado por la crítica internacional, recibiendo el favor de todos los públicos donde se presentó. Fue condecorado en diversas ocasiones y en varios países. El niño prodigio al que me refiero, se trata de Gabriel del Orbe, músico de primera magnitud, con reconocimiento internacional, que hoy día es poco menos que un desconocido cualquiera en su propia tierra y, lo que resulta más grave, por los conocedores de la cultura criolla.

Hice esta observación en una reunión de profesores de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, el día que se publicó la noticia de ponerle el nombre de Eduardo Brito al Teatro Nacional. Expresé en ese momento, que el Teatro Nacional debía llevar más orgullosamente el nombre de Gabriel del Orbe Castellanos, por sus logros musicales y la calidad de sus interpretaciones. Todos los allí presentes se rieron, y uno llegó a decirme que me expresaba así por tratarse de mi tío.

Cuánta ignorancia en la cúpula educativa de un centro de estudio superior. No sabían ellos que esa gloria olvidada de la música estudió en la misma escuela donde enseñaron a Heifetz Jascha, Yehudi Menuhin, Micha Elamant, y otros muchos renombrados músicos, con las más altas notas y en tiempo récord (en solo tres años lo que se hacía en cinco), siendo su director Leopoldo Aver. Que fue felicitado por Henry Marteau la ejecución de su instrumento con un sonido extrañamente melancólico traído de una tierra exuberante.

Esa misma ignorancia en muchos casos, o maldad en otros, me hizo recordar las tristes palabras del poder de nuestra arquitectura, don Guillermo González Sánchez, que en conversación en el año 1973 con el arquitecto Barbel y conmigo en su apartamento en un edifico del malecón, nos dijo, «yo no sé por qué, si no soy mal arquitecto no me buscan para las obras importantes que se están haciendo ahora y, sin embargo, llevan sus diseños a talleres de oficinas que me buscan a mí para realizarlos».

O algo que todavía da más vergüenza, el asedio de que fue objeto en la época del Foro Público de Trujillo, el genial muralista universal Vela Zanetti, por sus ideas comunistas.

Eso es por esa inversión de valores intelectuales que nos definen como un bello paisaje para divertirse, sin importancia en el conocimiento ni la formación académica. Y le damos un gran valor e interés colectivo o algo tan trivial como una alfombra roja o dorada en el acto de entrega de galardones de un premio nacional, o la alegría abigarrada de los carnavales regionales, donde con pocas excepciones descuellan con aire de grandeza la mediocridad, la improvisación y el mal gusto.

Esa mediocridad que tanto ensalzamos, y a la que asignamos gran valor, lo que es grave, nos lleva cada vez más a perder la perspectiva de una base direccional educativa verdaderamente criolla, adoptando costumbres y vicios extranjeros. No tenemos memoria. Y esto da pánico, pues la diferencia entre un hombre racional y un animal, es la memoria analítica. Por eso repetimos con frecuencia nuestros errores y aceptamos como valioso lo extranjero.

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