Columpio de nazis y bolcheviques

Columpio de nazis y bolcheviques

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Querida Panonia: Vuelvo a escribirte porque me pareció que no había concluido ninguna idea en mi carta anterior. Aquel alemancito, Kippenberg, que acusaba a húngaros y checos de ser parásitos de la cultura germánica, era un tonto pretencioso. La cultura occidental lo arropa todo; es claro que la cultura occidental – y sus técnicas aplicadas – nos venía del otro lado de la frontera alemana.

El imperio de los Habsburgo duró demasiado tiempo; las monarquías europeas se mezclaron: por alianzas políticas, matrimoniales, militares, comerciales. He sabido, a través de un periodista francés, que en el Japón, poco antes de la guerra, estuvo de moda una canción titulada Dekansho, un nombre compuesto por los apellidos Descartes, Kant, Schopenhauer. Un novelista japonés afirma que esos tres apellidos fueron sustituidos en la estimación pública por los de Marx, Foucault y Sartre. Pero nunca se compuso una canción que se llamara Marfousa, que podría parecer a los oídos extranjeros una expresión tan “nipona” como Dekansho. La verdad es que el Japón comenzó a occidentalizarse en el siglo XIX. ¿Si eso ocurrió en Oriente, qué podría esperarse que sucediera en los Balcanes o en Europa del Este?

Pero este rincón de nuestro mundo ha creado visiones, ideas, estilos de vida, productos artísticos, que no tienen nada que ver con Alemania. Ladislao era muy sensible a cuanto tuviese que ver con España; cuestión explicable, puesto que era hijo de un emigrado español; aprendió la lengua de su padre a la perfección, como tu bien lo sabes. Cada vez que algún afrancesado le decía a Ladislao que Europa terminaba en los Pirineos y que a partir de allí comenzaba el Africa, él replicaba: no señor, Europa termina en la Patagónia… por obra de España, que “romanizó” la casi totalidad del continente americano. Ubrique citaba alrededor del tema a un poeta nicaragüense con un apellido extraño. La influencia de la cultura occidental es perceptible en el mundo entero. Los mestizos iberoamericanos, lo mismo que los aborígenes, sean del norte o del sur, se han occidentalizado considerablemente. Las ropas, los enseres domésticos, los vicios y las profesiones que se ven hoy en los Andes, son, aproximadamente, las mismas cosas que miramos aquí. La gran diferencia está en la música, en la que se toca con instrumentos de cuerdas o de viento; y en la “música interior” con que hombres y mujeres se enfrentan a la vida. Las culturas tienen aspectos patentes o visibles; y notas recónditas que no advertimos fácilmente.

El poeta italiano Eugenio Montale solía emplear el término “mestizo cultural”. Lo aplicaba a los emigrantes cultos que vivían en París en los años cincuenta, procedentes de las colonias francesas. Escritores, artistas, poetas, hacían grandísimos esfuerzos para “triunfar en París”. Se adaptaban a las modas de vestir o de beber, tanto como a los prejuicios reinantes, estéticos y políticos. El resultado era, casi siempre, un burdo collage. Imagino que Ladislao, hombre enemigo de las poses, hubiese sufrido en una situación semejante. Aunque no me has dicho cuál es el “flanco” débil de Ladislao, yo sospecho que quizás consista en cierta actitud resignada y contemplativa que le hacía aplazar decisiones importantes para su vida y para las de los que le rodeaban. Su padre no le educó para unos tiempos tan duros como los nuestros. Él miraba las cosas desde una óptica romántica, tal vez un tanto bohemia.

A propósito de los intelectuales bohemios debo contarte que he leído un largo escrito acerca de un historiador alemán, egresado de la Universidad de Friburgo, quien sostiene una curiosa teoría sobre los conflictos políticos contemporáneos en Europa. Este hombre piensa que en el viejo continente hemos padecido una “guerra civil” desde 1917 hasta 1945, esto es, desde la revolución bolchevique hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Los actores manifiestos de esta “guerra civil” incomprendida han sido los comunistas y los fascistas. Los malos efectos duran hasta los días que corren. Unos y otros han pretendido “restaurar” el orden, las jerarquías y la estabilidad autoritaria que caracterizaban al imperio romano, en la Antigüedad; y el control eclesiástico en la Edad Media, que también significaba un orden general y coherente, legitimado ideológicamente. La revolución industrial arrasó con los residuos de ambos órdenes ecuménicos. Las masas ineducadas se liberaron de la sujeción feudal; los obreros fabriles acudieron a trabajar en los galpones… donde fueron descubiertos por los economistas del siglo XIX. Marx redactó un sintético diagnóstico: económico, sociológico e historiológico. Desde entonces, comunistas y fascistas intentan – conservando la modernidad industrial – reedificar un orden rígido a partir de un Estado totalitario. La destrucción de la libertad política, o de libertad académica, no ha quitado el sueño a montones de intelectuales. Entre ellos al filósofo Martín Heidegger, persona de aguzada inteligencia. Comunistas y fascistas se han masacrado en Alemania, en España, en Italia, etc, etc. Ladislao te refirió el caso de los despeñados en el tajo de Ronda, una terrible historia que le contaba su padre. Derechistas e izquierdistas no han cesado de propinarse garrotazos. Por eso las prisiones han florecido en nuestra época. Los políticos, europeos y americanos, están insatisfechos con lo que llaman la vida lastimosa en las grandes ciudades. La delincuencia y el desorden señorean las ciudades de hoy. Y ellos no saben qué hacer. Los intelectuales bohemios, por otro lado, se sienten perplejos; es claro que por su educación pertenecen a una minoría privilegiada, pero viven asustados ante la violencia social y, a la vez, asqueados frente a las injusticias. En esas circunstancias les parece lo mejor entrar un rato en una taberna. El autor de esta teoría, el doctor Nolte, discutió sus ideas hace poco con Jürgen Habermas. Ojalá se les ocurra venir a Praga. Abrazos, Miklós, 1993.

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