Comentarios de Hugo Tolentino D. a obra
sobreTrujillo y Lescot de Bernardo Vega

Comentarios de Hugo Tolentino D. a obra<BR>sobreTrujillo y Lescot de Bernardo Vega

Agradezco a Bernardo Vega la solicitación de presentar esta nueva obra de su autoría, por cuanto al gesto de amistad que ello evidencia se aneja la oportunidad que me ofrece para enfatizar la valía de esta seria investigación acerca de un período vertebral de  la historia política de las dos naciones que comparten la isla de Santo Domingo.

La Agresión contra Lescot, título de este libro, es el tercer volumen que sobre el tema Trujillo y Haití publica Vega. La entrega del que hoy pone en circulación la prolífica pluma de Vega, encierra el tiempo que acontece de 1939  a 1946, fechas que incluyen los dos últimos años y medio del gobierno del Presidente haitiano Stenio Vincent y las relaciones entre Trujillo y Elie Lescot desde el momento en que este ejerciera las funciones de Ministro Plenipotenciario en la República Dominicana y con el mismo rango en Washington, hasta alcanzar la Presidencia de su país y permanecer en ella a partir de marzo de 1941 hasta enero de 1946.

 No pretendo con las anotaciones siguientes emprender una labor de exégesis a lo largo de toda esta obra, en razón de que el lector encontrará en su contenido hechos y lucubraciones que explican y agotan exhaustivamente los temas tratados. Virtudes que me aconsejan no hacer de esta exposición una suerte de cantilena, de ritornelo de verdades palmarias e incontrovertibles evidenciadas en sus páginas.  Es decir, en este trabajo están al descubierto los acontecimientos que permitirán un cuidadoso entendimiento del discurrir histórico entre la República Dominicana y la República de Haití en el ciclo antes mencionado.

Analiza Vega en estas páginas cómo de la frecuentación política de Trujillo con los gobiernos de Stenio Vincent y Elie Lescot surgirán actitudes contradictorias y aberrantes, exacerbadas por concepciones enraizadas en la conciencia de ciertos sectores de la sociedad dominicana y por el delirio que el poder es capaz de crear en algunos Jefes de Estado.  Para orientar estos comentarios he decidido seleccionar aquellos comportamientos que, por su pervivencia, prosiguen estimulando serias e irritantes dificultades en ambas naciones.

Será durante el gobierno de Stenio Vincent que la presencia de trabajadores haitianos en la República Dominicana dará inicio a contestaciones sociales  y desavenencias políticas, algunas con consecuencias espeluznantes, como lo fue el genocidio cometido por órdenes de Trujillo en 1937.

A este respecto nos dice Vega: “Desde principio del siglo XX, dueños de los ingenios dominicanos, la gran mayoría de capital norteamericano, habían logrado importar mano de obra haitiana para sustituir la de las islas antillanas angloparlantes  y a la puertorriqueña, ya que era una mano de obra más débil y barata”.  Debo recordar que en nuestro país, en todo el siglo XIX, desde el trapiche hasta la instalación de ingenios de propietarios extranjeros, sobre todo de cubanos que abandonaron su isla, sobresaltada entonces por la guerra de independencia, fueron los dominicanos los que realizaron la labor de cortar la caña.  En los años que van de 1874 a 1882 esas empresarios establecieron entre treinta y treinta y cinco ingenios.

Pero el deseo, más bien  la ambición, de acrecentar la plusvalía que el corte de la caña produce, condujo la mirada de los norteamericanos, interventores de Haití en ese momento, y de otros dueños de empresas azucareras hacia el bracero haitiano. Un simple detalle afirma esto último: en el año 1893, el obrero agrícola, que como hemos dicho era dominicano, recibía dos pesos por tarea de caña cortada, mientras que en 1925, al extranjero, por el mismo trabajo, apenas se le pagaba ochenta centavos.  Suele decirse que el dominicano no corta caña, lo que se debería decir es que no la corta a precio vil

En el patrocinio que se dio y que todavía recibe esa inmigración, violentando el desarrollo armónico de la sociedad dominicana, quebrantando las normas legales, otorgando tanto al Poder Ejecutivo como a otros sectores del Estado y del sector privado la facultad de decidir lo concerniente al ingreso de braceros y alentando o tolerando el tráfico ilegal, se encuentra el origen de los problemas que ha venido ocasionando la masiva presencia haitiana en nuestro país. 

Ese tráfico ilegal sirvió a Trujillo de excusa para ordenar el genocidio de haitianos en 1937. Pero a decir verdad esa afirmación fue sólo un pretexto, pues como anota Vega: “…la matanza se limitó geográficamente al Departamento Norte que se iniciaba en La Cumbre, por lo que abarcó Bonao, La Vega, Puerto Plata, Samaná, la zona fronteriza hasta Restauración y toda la línea Noreste. De dicha matanza fueron excluidos los haitianos que en esa zona geográfica trabajaban para empresarios extranjeros como el caso de los braceros del ingenio Montellano y los empleados de la yuquera de Quinigüa”.  

Ya en el primer volumen de su trilogía Trujillo y Haití, que completa éste que hoy nos induce a estas glosas, Vega nos explica que la masacre “…se detuvo en las puertas de los bateyes de los ingenios, que era donde se encontraba concentrado el grueso de los haitianos”. Y agrega: “al mes de finalizada la matanza los ingenios azucareros seguían consiguiendo permiso para traer cortadores de caña haitianos”. Concluye Vega: “Indudablemente el miedo a los norteamericanos debe haber sido la principal razón tras esta decisión”.

La inmigración sirvió por consiguiente de mentirosa coartada para justificar el genocidio, en razón de que su verdadera causa, su meollo, subyacía en lo que tradicionalmente se conceptuaba como una medida necesaria para el progreso racial dominicano y para impedir el contagio con la cultura haitiana. Vega resume esto en los términos siguientes: “El concepto de “blanquear” a los dominicanos fue una secular aspiración nacional desde la misma independencia de la República…” Y es innegable que en el dictador primaba esa conjetura, la cual venía siendo inficionada en la mente de algunos dominicanos por algunos connotados intelectuales del siglo XIX y del siglo XX.

Muy a pesar de los resquemores que pudiera tener el dictador frente a la ininterrumpida inmigración haitiana, más pudo el interés político frente a los norteamericanos que el amor que le tenía al propósito de blanquear la sociedad dominicana, puesto que, con excepcionales pausas en razón de circunstanciales desacuerdos políticos con el  gobierno haitiano, la afluencia de braceros del vecino país continuó siendo autorizada.  Precisa Vega que el 27 de diciembre de 1938, “El Trujillo que había ordenado en octubre la matanza de haitianos por todo el Cibao, a fines de diciembre prohibía que éstos pudieran salir del país por la frontera norte. Para él, ayudar a la industria azucarera norteamericana, era lo importante. El objetivo que pudo haber tenido para ordenar la matanza ahora quedaba supeditado a los intereses de los ingenios”.

Subraya Vega que “en 1939 el gobierno dominicano seguía otorgando exoneraciones a la ley que exigía cierta proporción de dominicanos trabajando en los ingenios”.  Y agrega: “Un decreto del 9 de enero, por ejemplo, otorgaba al ingenio Boca Chica el derecho a emplear un 70% de haitianos”.

La porfía política entre Vincent y Trujillo, recargada por el asesinato de 1937, no fue, pues, obstáculo que impidiera el tráfico de obreros haitianos.  Vega cita en su obra hechos que confirman que ambos gobernantes relegaban sus odios en aras de la satisfacción de sus intereses políticos haciéndose generosas mercedes reciprocas.

 A este tenor nos explica Vega que mientras Vincent hacía promesas de “proceder, sin vacilación, a la expulsión de todos los dominicanos en Haití que el gobierno dominicano señalase como anarquistas o revolucionarios, o a mantenerlos en prisión para impedirles que asumiesen una actitud perjudicial durante su permanencia en Haití”. Trujillo concedía permiso para que tres mil haitianos pudieran venir al país a cortar caña…” 

Entrecogido por sus prejuicios y el propósito de frenar la inmigración clandestina, en el año 1940 Trujillo pautó ciertas medidas para dominicanizar el corte de la caña, cosa ésta que inquietó a los diplomáticos norteamericanos con sede en nuestro país.  Cita Vega que en un informe a Washington expresaron lo siguiente: “Esta mano de obra local, menos apta que la haitiana para el trabajo duro, ha tendido a crear un problema en la administración de los varios ingenios, afectando los gastos  de operación”.  Observa Vega que en ese mismo año, “el Central Romana seguiría obteniendo la exoneración por medio de la cual podía emplear hasta un 70% de mano de obra haitiana; o sea un 40% por encima del exceso que establece la ley”.

Tras no presentarse Vincent a las elecciones de 1941 Elie Lescot obtuvo la mayoría de votos tomando juramento el 15 de mayo de 1941 como Presidente.

A tanto llegó la gratitud de Lescot que, ya en funciones de Presidente, por boca de dos altos funcionarios haitianos reconocía que los conflictos fronterizos habían sido provocados por “la existencia de verdaderas bandas de merodeadores”  que robaban animales en territorio dominicano para llevarlos a Haití. Para reciprocarle, Trujillo exteriorizaba públicamente un desmesurado piropo a Lescot.  Transcribe Vega el requiebro: “El presidente Lescot no solamente es presidente de Haití, es también para mí y para el pueblo dominicano, que lo estimamos tanto, el presidente de la República Dominicana”.

Sin embargo, el himeneo entre los dos Jefes de Estado, almibarado con regalos y zalemas de ida y vuelta, no esperaría mucho tiempo para descomponerse y trastocarse en zaherimientos e injurias.  Celos de Trujillo por el favoritismo que mostraban las larguezas y el trato obsequioso de los americanos para con el Presidente haitiano, contrario a su proceder frente al dominicano y, además, por los gestos de independencia política que Lescot se permitía sin la consulta o el consentimiento que Trujillo pensaba que este le adeudaba.

La acrimonia del dictador dominicano desbordó los límites de lo diplomático para desbocarse en una pretenciosa y deleznable tesis antropológica en el enfoque de la sociedad haitiana. Y esto así, porque si bien en los orígenes de esa reacción de Trujillo se encuentran  contradicciones personales entre el dictador dominicano y Lescot, el intento primero de denostar personalmente al Presidente haitiano se proyectó ampliamente en un elaborado discurso ideológico de magnitud nacional e internacional.  Los argumentos esgrimidos alcanzaron una rotundidad tal que hasta el día de hoy se puede percibir, en el juicio de ciertos sectores, el fangoso sedimento de prejuicios que dejara en algunos dominicanos frente al pueblo haitiano.

Que con Trujillo y en aquella encrucijada política el racismo se reasumiera como puntal de toda una cruzada xenofóbica, no significaba que el dictador dominicano fuera su creador original e histórico.  Y esto así, porque basta con só lo escudriñar nuestro pasado, desde la colonia hasta la República, para encontrar enunciados y deducciones que muy bien pueden ser considerados como antecedentes de esa interesada desestimación del negro.

Y aunque en el siglo XIX, ya con la República, no faltaron los delirios de algunos intelectuales a este respecto, otros, de seguro conscientes de la composición racial dominicana, morigeraron con eufemismos y miramientos, con un lenguaje subliminal, sus especulaciones prejuiciadas en torno la integración racial y cultural haitiana.

Afrenta retrotraída desde el siglo XVI, para vivificarla en el siglo XX sin pudor alguno y sin medir sus consecuencias en tierra ajena y en la propia heredad dominicana.

A partir de este momento al racismo se le adicionarían específicas circunstancias de las relaciones históricas entre las dos naciones, para validar el encono y homologar el vilipendio.

A no dudar las  invasiones de Toussaint y Dessalines en la parte española, la ocupación haitiana durante 22 años bajo el mandato de Pierre Boyer y las guerras con Haití han dejado un residuo de resentimientos. en el orgullo nacional dominicano.

 El mismo sesgo de nacionalismo mendaz que caracterizó la política de Trujillo le imprimó Lescot a su política, sin racismo, pero tratando de forma oportunista de concitar en torno a sí una solidaridad popular instigada por sus intereses personales.  Por otro lado, la dualidad de Trujillo resultaba desconcertante, pues mientras otorgaba licencias para la inmigración de obreros haitianos alentaba el oprobio racial. Cita Vega que en el año 1942 el Canciller Arturo Despradel, le expresaba al Embajador norteamericano: que los haitianos “traen al país el culto africano del vudú, introducen peligrosas enfermedades de la piel, que han desaparecido de las áreas fronterizas después de las evacuaciones forzosas, y eran económicamente indeseables, ya que no se puede confiar en ellos y además eran de una raza inferior, incapaz de mejorar”.

Frente al rumbo que tomaba la política dominicana frente al país contiguo, Lescot reaccionó con un decreto ley de fecha 11 de septiembre de 1942 relativo a la emigración de haitianos en el que no cabían más ambigüedades, pues haciendo amagos de prohibirla ponía al desnudo la superchería de su política nacionalista accediendo, “si las circunstancias lo permiten”, decía el Presidente haitiano, a “la partida de un número determinado de obreros agrícolas”.

Y sobre el mismo tema explica Vega: “Durante los primeros ocho años de su régimen Trujillo no permitió que se criticase ni al pueblo haitiano ni a sus líderes políticos. A partir de 1939, ordenó que se criticase a Vincent y luego, a partir de 1942, a Lescot. Pero tan sólo sería a los dos meses del decreto ley de Lescot, seriamente limitando el acceso de braceros haitianos a la República Dominicana, que Trujillo ordenó atacar al pueblo haitiano y esa campaña la iniciaría nada menos que Manuel Arturo Peña Batlle”.

Aprovechando la ocasión para agradecer a Trujillo la dominicanización de la fronteraí, Peña Batlle pronunció un discurso en el rayano poblado de Elías Piña en el que, entre otras cosas. consideró al haitiano la “última exp5resión social de allende la frontera y un “tipo “francamente”.  “El haitiano que Dijo concretamente: “el haitiano que nos molesta y nos pone sobre aviso es el que forma la última expresión social de allende la frontera.  Ese tipo es francamente indeseable. De raza netamente africana, no puede representar para nosotros incentivo étnico ninguno”. Y reiteró: “El generalísimo Trujillo ha sabido ver las taras ancestrales, el primitivismo, sin evolución posible, que mantiene en estado prístino, inalterable, las viejas y negativas costumbres de un gran núcleo de nuestros vecinos…”.

Lo del “origen netamente africano” y “las taras ancestrales” de seguro podía molestar al mulato Lescot, pero en el fondo lo que se buscaba era establecer una diferenciación racial entre los dominicanos y haitianos con la intención de disminuir con el racismo la cualidad humana del vecino,  actitud esta que a partir de entonces encontraría camino en buena parte de los intelectuales del gobierno de Trujillo y más tarde en algunos otros. En cuanto al “primitivismo, sin evolución posible, que mantiene en estado prístino, inalterable, las viejas y negativas costumbres”, el discurso ha encontrado resonancia actual y emparejamiento en los criterios de políticos y escritores dominicanos que consideran que Haití es un Estado inviable.

Siguiendo el derrotero de Peña Batlle, Carlos Sánchez y Sánchez, en su obra “Curso de Derecho Internacional Público Americano”,  publicado en 1943, al referirse al Tratado que al favor del Pacto Gondra había zanjado a la amigable el conflicto de 1937, ofrecía esta opinión: “A pesar de la buena voluntad de ambos Gobiernos, hay factores biológicos que nos hacen dudar de que los tratados suscritos hasta ahora, sean eficientes en la extirpación de toda fricción futura….” Y refiriéndose a la inmigración haitiana expresaba: “¿Debemos soportar esta embestida maleante…? ¿Estamos obligados a rebajar nuestro índice étnico, nuestro patrón moral y nuestra civilización superior?”.

Muy a pesar de los reproches y agravios que contrapunteaban las relaciones entre los dos gobiernos, la inmigración permanecía sin solución de continuidad siendo objeto de un tratamiento farisaico y primando en ella los intereses políticos y económicos, sin tomar en consideración las verdaderas conveniencias nacionales.

Como defensa de la dominicanizacion de la frontera, Trujillo escribía al Presidente haitiano: “Es cierto que escritores han comentado esa obra reparadora y que en apoyo de ella han aducido razones que pueden haber lastimado la susceptibilidad patriótica de muchos haitianos. Pero Usted comprenderá, querido presidente y amigo, que esas razones tienen sus raíces en hechos históricos innegables y que es imposible desdeñar las enseñanzas del pasado cuando se quiere construir un presente firme, liberado, precisamente, de lo que aquel pasado tuvo de doloroso, inseguro, de expuesto a contingencias trágicas”.Nuevamente se argüían los hechos históricos para apologizar el encauzamiento racista de la política dominicana frente a Haití.

Informa Vega que en 1944,  el Doctor Joaquín Balaguer, en un trabajo intitulado “La Realidad Dominicana”, primer premio en uno de los temas de los concursos que se celebraron con motivo del Centenario, apreciaba la dominicanización de la frontera como una hazaña comparable “con ha que realizó Isabel La Católica para extirpar de España a Ia morisma y para depurar la raza con el auxilio del Santo Oficio y con el memorable edicto de 1942”. En la frase no hay desperdicio en la intención racista y una vez más en la defensa de una hispanidad alardeada como sumario monopolizador y definitorio de toda la entidad racial y cultural dominicana.  La frase de “depurar la raza” filtraba soterradamente la exculpación de los hechos de 1937, tomando como ejemplo la implacable expulsión de los árabes y los judíos de España por medio del edicto real del 31 de mayo de 1492.      En la crítica de Balaguer asomaba esta opinión de la población haitiana: “la raza etiope es por naturaleza indolente”. Comentando esta cita dice Vega refiriéndose al calificativo de indolente: ”Aparentemente Balaguer nunca había visto a los cortadores de caña”. Y entre otras frases, a modo de conclusión sentenciaba Balaguer: “El problema de la raza es por consiguiente, el principal problema de la República Dominicana”.

A pesar de toda esa prédica, la inmigración masiva, de contrabando, ilegal, siguió siendo interesadamente consentida. Sólo la zafra de 1944, como lo consigna Vega, se llevó a cabo sin la importación legal de braceros del país vecino.  Pero no por decisión del gobierno dominicano sino por las restricciones que impuso el Presidente Lescot al traslado de haitianos a la República Dominicana.  Ya para el año siguiente un ritmo incesable, acompasado por el mismo tono de reproches y quejas marcaba la continuidad de la inmigración de esos trabajadores.

El 14 de diciembre de 1945 Lescot abandonaba Haití y se declaraba exiliado político en Montreal, Cánada.

Tiene razón Vega cuando observa que fue en el lapso de 1942 a 1945 cuando el antihaitianismo, fundamentado en tesis racistas, adquirió carácter oficial. Pero el daño estaba hecho, la simiente de cizañas ulteriores encontró articulación en las disquisiciones de no pocos dominicanos.

Como vinculadas a esa desgraciada herencia Vega recuerda las obras literarias Caonex, de S.M. Sanz Lajara, y Compay Chano, de Miguel Alberto Román, ambas publicadas en 1949. Una labor de hurgamiento en la literatura posterior a este período adicionará, sin lugar a dudas, una muy mayor cantidad de obras, artículos, conferencias e ideas repetidas al desgaire e influenciadas por toda aquella malignidad.

Prolongación de la usanza de esos prejuicios para denigrar al prójimo lo fueron las frecuentes monsergas del Doctor Balaguer recalcando que de llegar el Doctor José Francisco Peña Gómez a la Presidencia de la República los dominicanos se expondrían  a un inminente proceso de desnacionalización.  Y para graficar sus palabras no hubo respeto que contuviera la ofensa de hacer de la bandera dominicana un trapo de prejuicios ni del himno un bullicio patriotero y racista.  No otra cosa sino racismo antihaitiano supuraban sus insinuaciones. Sin embargo, proviniendo del Doctor Balaguer, esos pronunciamientos no debieron causar sorpresa. Lo que sí resultó inesperado fue el eco que ellos encontraron en la campaña política de 1996.  Sus deudores, olvidando o ignorando las enseñanzas que Juan Bosch, su líder y maestro, les dejara, desplegaron una propaganda altisonante con las mismas insinuaciones con el mismo enarbolamiento de banderas maculadas, con la misma bullanguería del el himno profanado.

Recoge Vega en su libro la carta que escribiera Bosch en agosto de 1943 a Emilio Rodríguez Demorizi, Héctor Incháustegui y Ramón Marrero Aristy en la que les reconvenía del siguiente modo:  “los he oído ustedes expresarse, especialmente a Emilio y a Marrero, casi con odio hacia los haitianos y me he preguntado cómo es posible amar al propio pueblo y despreciar al ajeno, cómo es posible querer a los hijos de uno, al tiempo que odia a los hijos del vecino así, sólo porque son hijos de otros. Creo que ustedes no han meditado sobre el derecho de un ser humano, sea haitiano o chino, a vivir con aquel mínimo de bienestar indispensable para que la vida no sea una carga insoportable; que ustedes consideran a los haitianos punto menos que animales, porque a los cerdos, a las vacas, a los perros no les negarían ustedes el derecho a vivir”.

A modo de colofón ratificador de la falsía que caracterizó aquella cruzada nacionalista emprendida por Trujillo y para ponderación de los nostálgicos de aquella era y del crimen de 1937, cito estas aseveraciones de Vega: “unos trece años después de la matanza, Trujillo decidió invertir en el negocio de la caña, llegando a ser dueño de diez de los catorce ingenios del país”. Y prosigue: “El asesino de haitianos devino entonces en su principal empleador y aun cuando era ya dueño de ingenios tampoco promovió la dominicanización del corte”.

En este libro Vega cita una conferencia suya, pronunciada en 1990 en la Asociación de Jóvenes Empresarios (ANJE), en la cual señaló las múltiples consecuencias de esta situación en la sociedad dominicana. Decía Vega en esa exposición: “Yo por lo menos, considero que a  la República  no le conviene la presencia de esa mano de obra y que, con la ayuda de organismos de las Naciones Unidas, se debería promover una repatriación pacífica y civilizada de los haitianos que estén ilegalmente en mi país.  Mis argumentos se basan en razones puramente políticas, económicas y morales y no reflejan los prejuicios de tipo racial y social de nuestras generaciones pasadas…Desde el punto de vista económico, la presencia haitiana retrasa las transformaciones de la economía, mantiene esquemas de producción que deberían ir siendo sustituidos más rápidamente y detiene el crecimiento de los salarios reales”. Y agrega: Publicaciones posteriores del Banco Mundial  confirman esa aseveración nuestra en lo relativo al empeoramiento en la distribución del ingreso.  El impacto negativo de la presencia de tantos haitianos en la República Dominicana de hoy día es, pues, de carácter económico, no cultural.  Sin embargo, el gobierno dominicano no somete a la justicia a ningún patrono por emplear haitianos indocumentados y cuando el gobierno deporta haitianos los productores agrícolas se quejan”. 

Estos apuntamientos de Vega, a los que me adhiero, y en primer lugar a la idea de que debe cesar esa inmigración. Valen para todos los años posteriores a la fecha de su conferencia.

Tal vez sea oportuno predecir, sin pretensión de augur, que si los gobiernos dominicanos continúan tratando la inmigración haitiana a retazos, sin una visión global que contemple los reales intereses de la Nación Dominicana si no se detiene el tráfico ilegal y el negocio de militares, buscones y empresarios trayendo braceros del vecino país,  si no se estudia de manera seria y objetiva, el problema de los hijos de haitianos nacidos en nuestro país, evitando fórmulas circunstanciales e inefectivas, si no se pondera cuidadosamente la necesidad o no de un número determinado de inmigrantes, si no se hace de las repatriaciones una tarea sistemática, organizada, respetuosa de los derechos humanos y en concordancia con los compromisos internacionales que reconocen al Estado dominicano la facultad de ejercer  su soberanía en materia migratoria, la inmigración de braceros puede, con los años, desembocar en graves antagonismos, tanto más cuanto que la siembra de prejuicios y odios irracionales existente, puede hacer de cientos de miles de haitianos unos parias enemigos de los dominicanos.

Más de una vez, he hecho la propuesta de la creación, con la asesoría de organismos internacionales, de una  institución multidisciplinaria que, sumando la parcial experiencia de la Subsecretaría de Asuntos Haitianos de la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores, tenga el encargo de estudiar y proponer las medidas concretas que el caso exige. Pero para que su labor sea efectiva es preciso que esté respaldada por una voluntad política.

Son muchas las enseñanzas que esta obra  ofrece para la meditación en torno a los acontecimientos históricos y políticos del tiempo que estudia así como de las presentes relaciones entre la República Dominicana y Haití.  Estoy persuadido de que esta obra será buen acicate para ayudarnos a levantar los pies frente al problema de la inmigración haitiana, a fin de evitar sumarle lacras y dolores a los que ya padece la vacilante democracia dominicana.


Muchas gracias.

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