Comiéndonos el mundo

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POR DOMINGO ABRÉU COLLADO
Según un informe presentado por la organización ecologista World Wild Fund -WWF-, la humanidad está consumiendo 20% más de los recursos naturales que el planeta está en capacidad de producir, una situación que no podrá corregirse a menos que los gobiernos de las naciones del mundo se esfuercen en restablecer el equilibrio entre el consumo de recursos que realizamos y la producción que de éstos se encarga la naturaleza.

Según el director general de WWF, Claude Martin, «estamos incurriendo en una deuda ecológica que no vamos a poder pagar», debido a que no está en la agenda de la humanidad incluir en sus cuentas la necesidad que tiene la Tierra de mantener su capacidad de renovar sus recursos, algo de lo que los seres humanos aún no somos capaces, no obstante haber desarrollado tecnologías relacionadas con la genética y el rendimiento productivo de alimentos.

En realidad, los seres humanos no somos capaces de crear diversidad biológica aunque hayamos desarrollado la capacidad de la alteración genética de determinados vegetales y animales. Por el contrario, la alteración genética de vegetales y animales ha conllevado la desaparición de especies de ambos reinos, entre esas especies, algunas que garantizaban con su presencia la presencia de otras especies muy beneficiosas en la naturaleza y de especies que mantenían el control sobre otras que luego se han transformado en plagas. Las plagas, por lo regular, contribuyen también al desequilibrio.

Según el reporte de WWF, entre 1997 y el año 2000 las poblaciones de especies terrestres y marinas descendieron abrúptamente en un 30%. Por otro lado, las poblaciones de especies de agua dulce descendieron en 50%. Esos descensos comprometen el consumo de otros recursos para suplir su falta, puesto que los seres humanos no tienen la capacidad de otros organismos de reducir su capacidad de consumo para ahorrar energía a menos que se vean constreñidos a ello por la falta de ingesta, por ejemplo.

En relación con la cantidad de terrenos productivos y de agua que se necesitan para suplir la demanda de recursos de la población humana, así como la que se necesita para absorber los desperdicios y la contaminación producidas, la demanda se ha incrementado dos veces y media desde 1961, a 2.2 hectáreas por persona, comparado con las 1.8 hectáreas por persona disponible. Es decir, que aparte de tener menos recursos en producción estamos dañando recursos útiles con nuestros desechos.

LA CUESTIÓN DE LA ENERGÍA
Con cada nuevo artefacto que instalamos en nuestras casas aumenta el consumo de energía, mucho más aún si cada uno de esos instrumentos demanda de la función permanente de sus aditamentos aunque no esté en uso, aditamentos como alarmas, detectores, enchufes iluminados, relojes, controladores de temperatura y otros que solamente identifican los técnicos.

Los hábitos de los seres humanos de permanecer -mientras duermen- con luces encendidas, radios en funcionamiento y televisores «haciendo compañía», aparte del funcionamiento de aparatos reguladores de la temperatura ambiente, como abanicos eléctricos y acondicionadores de aire, han contribuido enormemente al aumento del 700% en la demanda de energía registrada desde 1961.

La sobre-explotación de recursos como el petróleo, el carbón y el gas natural han colocado a la humanidad «bajo la amenaza de un cambio climático», ha señalado WWF, puesto que a la naturaleza le ha sido imposible «encontrar espacio» para tanto calor generado artificialmente como consecuencia de la liberación de tanto dióxido de carbono.

Como ejemplo del desequilibrio provocado por la «huella humana» en la naturaleza -desequilibrio que se retrata en las condiciones de vida de los grupos humanos – la World Wild Fund cita el ejemplo de que «en 9.5 hectáreas, el norteamericano promedio tiene una huella que duplica la de un europeo y multiplica siete veces la de un africano o la de un asiático promedio.»

En relación con ese tema del consumo disparejo de recursos entre los grupos humanos con diferencias económicas, Jonathan Loh señala que «la vida sostenible y una alta calidad de vida no son incompatibles. Sin embargo, necesitamos dejar de desperdiciar los recursos naturales y replantear el desequilibrio en el consumo entre los mundos desarrollados y en desarrollo».

EL «APORTE» DE SANTO DOMINGO
La capital de la República Dominicana ha hecho un «interesante aporte» a cada uno de los tres aspectos señalados por la World Wild Fund como causante de la miseria ecológica que afecta al mundo: aumento de consumo de recursos, desperdicio de terrenos productivos y contaminación de recursos de agua.

En término de 50 años -del 1952 al 2002- Santo Domingo se ha expandido aproximadamente diez veces de lo que era su perímetro en el 1952. Este perímetro se extendía 5 kilómetros desde el río Ozama hacia el oeste, hasta la antigua avenida Fabre Geffrard, hoy Winston Churchill, siguiendo la línea de la Avenida Bolívar. De sur a norte se extendía 5.1 kilómetros, desde el malecón hasta casi un kilómetro antes del río Isabela, siguiendo la línea de la Avenida Máximo Gómez. La ciudad no llegaba ni a la antigua cementera, que estaba en las afueras de la ciudad. Villa Duarte era una extensión (aún en proyecto) de apenas 1 kilómetro cuadrado.

Extenderse más de diez veces implicó la pérdida paulatina de todos los terrenos que alimentaban la ciudad capital, es decir, de todos sus recursos inmediatos de alimentación. Pero además implicó la contaminación de sus dos principales ríos: el Ozama y el Haina, hoy los más contaminados de la República Dominicana. Pero además se perdieron todos los arroyos que mojaban las zonas más altas de ese perímetro sus alrededores, y han resultado contaminados los acuíferos subterráneos por la falta de organización sanitaria.

Finalmente, el desenfreno de ese crecimiento caótico ha ocasionado un aumento en la demanda de energía (eléctrica y combustible) solo comparable en crecimiento con su mismo desperdicio.

A todo esto, somos uno de los países colocados dentro del grupo de consumo inferior, es decir, estamos entre los países que -como los africanos y los asiáticos- consumimos siete veces menos por persona que un norteamericano.

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