Las cosas que uno ve en este país indican claramente que los dominicanos estamos lejos de llegar a ser lo que podría ser una nación institucionalizada y con un nivel de convivencia social satisfactorio.
Nosotros somos de los pocos ciudadanos en el mundo a quienes les gustan tener muy limpia sus casas, pero sin importarles que las calles del frente y las áreas verdes estén llenos de basuras y arrabalizadas.
Por nuestras calles se aprecian los tenderetes de venduteros, cartones viejos, chatarras abandonadas y basureros improvisados.
No sólo se muestra indiferencia hacia el entorno, sino que es muy común ver cómo las personas arrojan por cualquier lugar vagazos de cañas, botellas de cervezas vacías, potes, latas, trapos y todo cuanto entiendan puedan estorbarles. Las calles están sucias, no porque se limpian poco, sino porque vivimos arrojando permanentemente todo tipo de disparate sobre ellas. Y así no hay buena sindicatura o alcaldía que pueda ganar la batalla.
Aquí la gente improvisa un basurero donde le perezca, sin pensar no sólo en la destrucción y arrabalización del entorno sino en el foco de contaminación que están formando.
Uno se ruboriza y se pregunta cómo es posible que un ser humano se detenga en cualquier esquina a comer alimentos que son preparados sin el más mínimo criterio de higiene. Hay que ver cómo esos yaniqueques, fritos, pedazos de carne y platos de arroz los exhiben ante el polvo y la polution enemiga de la salud sin ningún tipo de preocupación.
Esto sólo puede existir y verse en un país donde las autoridades no den mucha importancia o tracen políticas agresivas sobre la importancia que tiene la salud para una población. En muchos casos esto se permite bajo el pretexto de que son padres que no tienen otra fuente de trabajo. Lo que en el fondo impera es la falta de conciencia y la formación necesaria para comprender el daño a que están exponiendo el entorno y, peor aún, a los ciudadanos.
Aquí los parques o las áreas verdes parecen sabanas salvajes donde todo se deja a la buena de Dios y al capricho de la naturaleza.
Lo mismo ocurre con nuestras instituciones públicas.
Visitar un hospital público es chocar con unas realidades muy deprimentes: camas corroídas por el oxido, falta de pintura, de higiene y de acondicionamiento para los pacientes.
Muchas de nuestras oficinas estatales lo que parecen son puros mercados.
Esto se combina con las conversaciones interminables de secretarias y personal de apoyo, quienes no cesan de hablar sobre novelas, chismes barriales y cuantas tonterías se les ocurran. Esto evidencia que quienes ocupan los puestos públicos generalmente no son los cerebros pensantes y disciplinados sino los «compañeritos» de partido. Trate de sacar algún documento en alguna de esas oficinas y verá que si no moja las manos, pues se la pondrán en China.
Hasta Codetel, que era una compañía modelo en cuanto a la oferta que hacía a los clientes, ha entrado en este modismo. Usted llama y le contesta una grabadora indicándole procedimientos interminables a seguir. Dice que el promedio de espera es de 45 segundos, pero si se descuida podría morirse pegado al auricular.
Pero por más que usted, todo es inútil. Las jovencitas tratarán siempre de apaciguarle con una andanada de amabilidad desbordante fabricada en una fría oficina de relaciones públicas. Se han olvidado de que la amabilidad y las relaciones públicas se tornan pesadas cuando no están acompañadas por la eficiencia.
No hay quien defienda al cliente.
Y en este andén de desorden maneje con cuidado. No sólo son los jevitos o los hijos de papi y mami, también hay unos viejucos montados en patanas, en guaguas destartaladas y en yipetas que en su rapidez no miden espacio. Se llevan por delante al más bonito.
Si usted se detiene a reclamar, es muy posible que sofoquen su enojo con la punta de una de las tantas armas de fuego sin permiso que andan por esas calles o que se han otorgado sin tomar en cuenta la condición psicológica del terrorista.
Muchas compañías -como Vinsa- siguen construyendo a diestra y siniestra, pero no siembran un árbol por nada del mundo. A las calles de esos residenciales les ponen una capa tan leve, que al poco tiempo lo que queda es un caserío sepultado por el polvo. A más de que construyen sobre cañadas camuflageadas que luego sorprenden a sus propietarios.
Los funcionarios gastan combustibles y piezas de vehículos en asuntos personales sin darles cuenta a nadie.
Los médicos van a los consultorios cuando quieren y ven a quienes quieren y como quieren.
Los profesores hacen huelga cualquier día de la semana, del mes y del año.
Los policías piden placa de vehículos, revistas, licencias y botiquín pero ellos andan sin nada en las calles, y cuídese de no toparles.
Las autoridades establecen la tarifa del dólar, pero los cambiadores clandestinos son los que saben realmente a como se debe vender y comprar.
Control y Precio habla de cantidad a cobrar por productos, pero los comerciantes y negociantes son los que saben lo que ha de hacerse con las ventas.
Estas y otras tantas cosas indican claramente que es mucho lo que nos falta por hacer para ser una verdadera nación organizada.