¿Cómo elegir la opción entre tipo de cambio fijo o flexible?

¿Cómo elegir la opción entre tipo de cambio fijo o flexible?

Por encima de consideraciones sobre el tipo de perturbaciones a las que se ve sometida una economía o sobre sus características estructurales, la elección de un régimen cambiario implica una decisión sobre el modo de relacionarse con el entorno internacional, así como sobre el grado de activismo de política económica interna. A la hora de decidir entre un régimen cambiario fijo o flexible, un gobierno debe analizar siempre si las perturbaciones son de carácter nominal o real, de origen externo o interno, o bien si son transitorias o permanentes.

En los últimos años se ha generado una controversia renovada sobre el papel de la tasa de cambio en el ajuste macroeconómico. Se han revisado los argumentos tradicionales acerca de la elección entre los regímenes de tasa de cambio fija y flexible, a la luz de los efectos de la credibilidad y reputación que pueden generar dichos arreglos a una economía. También se ha dedicado una atención considerable a las fuentes y las implicaciones de las inconsistencias que pueden surgir entre el régimen de tasa de cambio elegido y otros instrumentos de la política macroeconómica. Algunos estudios teóricos y empíricos han destacado el efecto perverso que las devaluaciones pueden tener sobre la producción, aún cuando puedan conducir a un mejoramiento de la balanza comercial. Finalmente, la concentración en la competitividad y la adopción de metas de tasa de cambio real en varios países ha suscitado diversos interrogantes relacionados con las implicaciones macroeconómicas más amplias de tales elecciones de política.

[b]LOS SISTEMAS CAMBIARIOS[/b]

Desde el colapso del sistema de Bretton Woods a principios de los años setenta, el proceso de determinación de la tasa de cambio en los países en vías de desarrollo ha sido fundamentalmente diferente del observado en los países industrializados. Durante la mayor parte de los tres decenios transcurridos desde entonces, los principales países industrializados han aplicado una política de «flotación administrada», donde sus tasas de cambio se determinaban en gran medida por las fuerzas del mercado, aunque con intervenciones frecuentes del Banco Central. En cambio, la gran mayoría de los países del mundo en vías de desarrollo no abandonaron la política de determinación de una tasa de cambio oficial para sus monedas cuando se derrumbó el sistema de Bretón Woods. En lugar de permitir que los valores de cambio internacional de sus monedas se determinen endógenamente por las fuerzas del mercado, la mayoría de las naciones en vías de desarrollo ha conservado la tasa de cambio como un instrumento de su política económica.

En la práctica, el mantenimiento de una paridad oficial de la tasa de cambio en los países en vías de desarrollo no ha implicado un tipo de arreglo uniforme con respecto a la tasa de cambio. Entre los países que han mantenido una paridad oficial, podría decirse que existe una distinción básica de dos modelos: aquellos que han defendido una fijación del tipo de cambio de su moneda con respecto a la otra y los que han permitido que la tasa de cambio se deslice a través del tiempo.

[b]OPCIONES DE POLÍTICA[/b]

Tomar la decisión de elegir un régimen cambiario determinado en una economía es muchas veces inmanejable en la práctica, puesto que suele ser difícil determinar la verdadera naturaleza de las perturbaciones, aparte de que es frecuente observar la presencia simultánea de diferentes tipos de perturbaciones. No obstante, dadas las complejidades que existen en relación con las características estructurales de una economía, unas pueden aconsejar un tipo de régimen y otras pueden desaconsejarlo. Veamos.

En primer lugar, la elección de un régimen cambiario refleja, en el fondo, la preferencia de la sociedad por una economía «abierta» o una economía «aislada», entendiendo en este caso el concepto de apertura en función a la mayor o menor influencia del entorno internacional en el devenir económico interno. Si la preferencia es por una economía «abierta», la decisión será a favor de un régimen cambiario fijo. Ello es así porque un tipo de cambio fijo, para ser sostenible, requiere convergencia de políticas macroeconómicas con los países con cuya moneda se establece el enganche. En este caso, la política monetaria deberá ser estrechamente coordinada con la de otros países. Y la oferta monetaria estará directamente ligada a la evolución de la balanza de pagos, ya que el Banco Central deberá intervenir en el mercado cambiario para defender la paridad fija (precio fijo con un monto de intervención variable). De esta forma, las perturbaciones externas tendrán un impacto directo sobre la economía doméstica.

Pero si la preferencia es por una economía «aislada», la decisión será a favor de un régimen cambiario flexible. Las variaciones del tipo de cambio permitirán aislar la economía doméstica de perturbaciones externas, positivas o negativas. El gobierno estará en libertad de elegir el nivel de inflación y las tasas de interés que desee para propósitos domésticos. Así, la flexibilidad del tipo de cambio permitirá atender el ciclo coyuntural doméstico con recetas propias. Y el Banco Central tendrá control sobre la oferta monetaria, ya que no necesitará intervenir en el mercado cambiario (precio variable con un monto de intervención fijo o nulo). En ese caso, la flexibilidad del tipo de cambio mantendrá los efectos de las políticas económicas dentro del ámbito doméstico, al tiempo que aislará al país de los efectos de las políticas económicas de terceros países.

Ahora bien, interdependencia o aislamiento no son buenos o malos en si mismos. Cuando la preocupación principal de un gobierno sea la inflación, la elección de un régimen cambiario dependerá del mejor o peor comportamiento histórico del país en esa materia en comparación con los vecinos. Si un país ha tenido peor desempeño inflacionario, le conviene adoptar un régimen fijo para importar de esa forma la credibilidad antiinflacionaria de sus vecinos. Pero si el desempeño de sus vecinos ha sido peor, un régimen flexible le permite aislarse del contagio inflacionario externo y perseguir una tasa de inflación menor.

En segundo lugar, es evidente que el margen de maniobra de la política económica varía según el tipo de régimen cambiario elegido. En consecuencia, la elección de régimen implica también una opción respecto al grado de activismo e interdependencia de la política económica interna. Un régimen fijo implica dependencia y pasividad de la política económica, especialmente en la monetaria, frente a la política del país emisor de la moneda de enganche. Un régimen cambiario flexible, por el contrario, permite independencia y uso activo de la política económica. Las autoridades pueden determinar libremente la oferta monetaria, puesto que la no intervención en el mercado cambiario rompe el vínculo entre los flujos externos y el mercado monetario. Cuando esto sucede, el tipo de cambio se encarga de producir el equilibrio de la balanza de pagos.

En tercer lugar, para elegir un tipo de régimen cambiario suelen estar implícitas las preferencias de los países, ya sea en pro de «objetivos de estabilidad nominal» o en pro de «objetivos reales». Cuando una sociedad, a través de su gobierno, privilegia la disciplina y la estabilidad financiera como medio de controlar la inflación, es muy probable que esté ganada la idea de usar el tipo de cambio como ancla nominal, en cuyo caso la elección obvia es un régimen de cambio fijo. Pero cuando el objetivo prioritario del gobierno es promover y preservar la competitividad externa del país, el gobierno deseará usar el tipo de cambio como herramienta de política para alcanzar su objetivo real, en cuyo caso un régimen de cambio flexible se adecuará mejor a su propósito.

Igualmente, dentro de las opciones de régimen cambiario, subyacen también concepciones teóricas diferentes respecto a la efectividad de políticas nominales. Quienes propugnan por el uso de un ancla cambiaria para lograr la estabilidad de precios suelen albergar un fuerte escepticismo respecto a la efectividad de variaciones del tipo de cambio nominal para lograr objetivos reales sostenibles en materia de empleo o de competitividad externa. En su opinión, no hay espacio ya en el mundo actual para la «ilusión» monetaria o cambiaria. Este escepticismo no es compartido por quienes persiguen objetivos reales, en cuya opinión los objetivos reales pueden ser alcanzados mediante el uso de instrumentos nominales de política, tales como variaciones del tipo de cambio o variaciones de la oferta monetaria.

Como puede notarse, la elección entre objetivos nominales y reales es ineludible, puesto que cada uno de ellos acostumbra a moverse en direcciones opuestas. Un deslizamiento permanente del tipo de cambio para ganar competitividad externa tendrá un fuerte impacto inflacionario. Un anclaje del tipo de cambio nominal en presencia de inercias inflacionarias conducirá a una apreciación real y a pérdida de competitividad. Por esta razón, a la hora de elegir un régimen cambiario las autoridades deben sopesar el balance de costos y beneficios que se derivará de su decisión.

Sin duda, cada alternativa acarrea costos económicos y políticos. Si el gobierno anuncia su apego a un tipo de cambio fijo, debe estar dispuesto a soportar el costo político de eventuales pérdidas de empleo a causa de la competencia externa. A la inversa, una devaluación frecuente del tipo de cambio se pagará con mayor inflación. Como es lógico de esperar en el campo político, la consideración de su posible costo esperado se convertirá en el criterio central para la elección de régimen por parte del gobierno. En función del peso relativo asignado por la sociedad a cada objetivo, el gobierno evaluará las pérdidas

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