Como le conocí

Como le conocí

R. A. FONT BERNARD
Publicaba yo una revista mensual, promocionada como literaria, denominada “Labor”, en cuyo número correspondiente al mes de diciembre de 1946 reproduje unos versos, titulados “Ingravidez”, de la autoría de un poeta identificado con el nombre de Joaquín Balaguer hijo, desconocido por mi:

“Tus manos, tiernas como el agua mansa,
con sus líneas ingrávidas y hermosas,
posan como dos blancas mariposas,
por el jardín azul de mi esperanza.

El cetro del amor, dulce y pagano,
puedes llevarlo como un vaso lleno
de incitante licor, miel y veneno,
en la concha de nácar de tus manos”.

A la manera de presentación escribí una nota laudatoria, en la que expresé que el poeta Balaguer hijo, debía ser muy joven, porque en el poema reproducido se mostraba influido por la corriente modernista, iniciada por Rubén Darío, en 1888, con la publicación de su libro titulado “Azul”.

Aproximadamente un mes después, recibí una carta, datada en Bogotá, en la que el Ministro Plenipotenciario de nuestro país en Colombia, doctor Joaquín Balaguer, agradecía los conceptos elogiosos emitidos por mi, pero significando a la vez que su poema “era un pecado de su juventud”.

Halagado, localicé en la ya desaparecida Biblioteca Municipal, los poemarios titulados “Claro de Luna”, “Tebaida Lírica”, y “Psalmos Paganos”, publicados por el poeta Balaguer hijo entre los años 1922 y 1924. En el primero, el periodista venezolano residente en Santiago, R. Vargas López Méndez, subrayó en el prólogo que Balaguer hijo, era el más joven de los poetas dominicanos con libros publicados. De esa etapa databa una cosecha lírica en agraz, en la que están presentes las “perlas”, las “rosas”, los “mármoles” rubendarianos, en una pulposa conjunción de vocablos, seleccionados para cincelar cada verso, como si se tratase de modelar un ánfora griega. Ejemplo ilustrativo, el poema titulado “Dudas”, un ingenuo temblor, un inefable azoro, ante la belleza de unas manos:

“Yo dudo si tu mano,
es una flor o un pétalo lozano;
dudo de su traslúcida tersura,
y dudo de su albor,
porque tan pronto evoca un alba pura,
como evoca una flor”

Una armoniosa simbiosis de musicalidad y sentimiento, en la que se conformaba que el joven poeta Balaguer hijo, no obstante la inevitable influencia rubendariana, se manifestaba ya como un hábil conocedor de la versificación, y que en su temática primaba la emoción sobre lo conceptual.

El doctor Balaguer regresó al país, luego de desempeñar durante diez años, misiones diplomáticas en Venezuela, Colombia, Honduras y México. Se le había rehabilitado políticamente, con el nombramiento de Secretario de Estado de Educación y Bellas Artes, en el que se destacó con la instauración de un vasto plan de alfabetización, y con la construcción de locales escolares, en una magnitud hasta entonces desconocida.

Seis años después, fue trasladado a la Secretaría de Estado de la Presidencia. Allí, – desempeñaba yo las funciones de asistente especial del secretario particular del Generalísimo, don R. Emilio Jiménez -, me acerqué a él, identificándome como el editor de la revista Labor”, ya desaparecida. Y a propósito de esa identificación, se inició entre nosotros una aproximación, en la que yo me enriquecía, escuchándole discurrir magisterialmente, en torno a los secretos de la poesía. Para él, García Lorca un poeta folklórico, Díaz Mirón un poeta cerebral, Vicente Huidobro, un falsificador de la poesía pura. Reservaba su admiración para Antonio Machado, Guillermo Valencia, Leopoldo Lugones, y naturalmente, para el “padre y maestro”, Rubén Darío.

Se negó a participar en el “Album Simbólico”, de 1957, alegando que para él la poesía era un ejercicio literario sacrosanto, que se debía mantener al margen de las particularidades políticas. Su compromiso con Trujillo, como me lo dijo confidencialmente en una ocasión, se contraía en el hurten intelectual a la oratoria, en la que ocasionalmente solía deslizar metamensajes, cual fue su afirmación de que Trujillo no era infalible, “porque la infabilidad pertenece a los dioses”. O cuando citando a historiador suizo Jacob Burckharrt, aludió a la posibilidad de que si a Trujillo se le eliminase físicamente “se le erigiese una estatua, para que “se le adorase como se adora a los dioses”. Y finalmente, con el señalamiento de que “Trujillo podría caer en un charco de sangre, pero no como un fugitivo, semejante al ex Presidente Rojas Pinilla, o al venezolano Pérez Jiménez”.

A partir del año 1966, ya elegido constitucionalmente para la jefatura del Estado, me encargó de la redacción de una parte de su correspondencia privada. Me enteraba entonces de sus intercambios epistolares con personalidades de la intelectualidad internacional, que respondían a los nombres de José María Pemán, Jaime Torrez Bodet, Germán Arciniegas, Arturo Uslar Pietri, Pedro Lain Estralgo, y Juan Ignacio Luca de Tena, entre otros.

Por mi fidelidad política, y por respeto a su intelectualidad, me opuse públicamente a su retorno como candidato en las campañas electorales de los años 1986 y siguientes. Caí en su enojo, aunque luego nos reconciliamos, en los años finales de su provecta vida. Fue entre nosotros, de mi a él, una amistad que se prolongó por más de cuarenta años. Por eso, al despedirle en su tránsito hacia la inmortalidad, exclamé inconteniblemente emocionado: “Adiós gladiador invicto, precursor, patriarca, evangelista, protector del decoro de la patria. ¡Hasta luego, y ruega por nosotros, en la orfandad del liderazgo político en que nos dejas!.

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