¿Cómo lo quiere, teniente?

¿Cómo lo quiere, teniente?

  PEDRO GIL ITURBIDES
-Démelo con catchup, mayonesa y pimienta.
Este diálogo corresponde a un sueño que tuve una cualquiera de estas noches, durante la cual contemplé a una patrulla de Amet deteniendo a un conductor. Remiso, o más bien rebelde el conductor, enervó al agente que lució nervioso. Lo supe en la onírica visión porque se ponía la mano en la macana. Pero a sabiendas de que por todo aquello de los derechos torcidos no podía arengarlo con la sutileza que deriva de un macanazo, hizo la pregunta a su oficial de patrulla. Y por supuesto, el oficial le respondió cabalmente.

Se atribuye a las disposiciones contenidas en el Código Procesal Penal, el irrespeto advertido en el tránsito vehicular. Y sin duda es el reclamo por el respeto a los derechos humanos lo que, en realidad, ata las manos en el mejor entender de muchos agentes, a la policía. Pero en el fondo, no son ni el Código Procesal ni la necesidad de respetar al prójimo, la causa del desorden en el tránsito vehicular. La cuestión radica en la educación. Educación de los agentes destinados a hacer cumplir leyes, reglamentos y ordenanzas sobre tránsito. Y educación de los conductores.

Somos nación incivil. Nos deleita transgredir todo cuanto signifique orden. No importa que ese orden derive de una ley o de medida de los gobiernos locales, la fruición se desprende de su burla. No sólo en cuanto atañe al movimiento de vehículos de motor en calles, carreteras y caminos. Actuamos de este modo hasta al calcular el pago de los impuestos. Nuestro contento surge tan pronto violentamos la norma.

 Y pocos gobiernos han intentado educarnos. El régimen de Ramón Cáceres inició con ciertas lagunas, ese proceso. Quiso Mon conducirnos al orden institucional y social. Y lo matamos tempranamente por ello. El otro régimen que lo intentó fue el de Rafael L. Trujillo, pero las patadas con que impulsó sus objetivos, volvió oprobiosos esos propósitos. De ahí que saltamos de vivir en la capital más limpia del continente, a vivir en una de las más sucias, sin mudarnos. La transformación se operó en nosotros, para probarle al jefe que no tenía razón. Después de aniquilado su gobierno, por supuesto.

Al leer estas líneas comprenderán que no hablo de la educación formal, aunque ésta, también, cae dentro del saco en que estamos metiendo nuestra conducta como choferes. Hablo de la educación cívica. Y de la educación doméstica. Y la una y la otra tienen que resultar de una prédica constante, de una exigencia social sostenida en el tiempo, de la exaltación de conductas y valores determinados. Deviene ella de la obra pública como gestión de maestro que se adivina en el Estado. De la obra familiar como fragua en la cual se forja el carácter de las personas.

En materia de tránsito vehicular nuestra incompetencia es tan extrema que al conducirnos en curvas de carreteras, tendemos a tomarlas como rectas. Observémonos a nosotros mismos. O mejor aún, por aquello de que no podremos mirar la viga en nuestro ojo sino la paja en el ojo ajeno. Contemplemos al conductor que marcha ante nosotros o junto a nosotros, y se dirige a una curva elíptica a la izquierda de los que conducen. Muy pocos conductores siguen el curso de su carril. Por el contrario cruzamos de carril a carril, cortando la elíptica con una recta. ¡Ni siquiera nos impulsa la lógica del pensamiento!

En el desorden propiciado por la construcción del tren subterráneo ha faltado orientación a los conductores en las zonas afectadas. Cada quién, al impulso de su propia necesidad, se mete por donde cabe, sin respeto por las señales que, por lo visto, figuran para darle vida a los que las confeccionan. Pero el mayúsculo desorden que se ha armado con ello, trasciende las áreas circundantes a esas calles. Ya encontramos gente marchando a contravía en calles y avenidas con larga tradición y uso en sentidos determinados. Y puedo asegurarles, por cuanto he visto, que nada de ello conmueve a los agentes del orden.

Cuando intentan pedir respeto a las leyes, reglamentos y ordenanzas, un día en que amanecen con el talante de guardianes del orden, quieren que pague el primero que comete la infracción. Pero ése es el primero en el instante en que el agente se transforma a sí mismo. ¿Qué sobreviene? Una pataleta del reconvenido. Porque se enardece como pastilla de analgésico efervescente, que se disuelve con burbujitas cuando le echan agua. ¡¿Cómo se atreve a detenerme?, pregunta iracundo al agente, cuando yo he infringido la disposición de tránsito mil quinientas veces y nunca me han detenido! Y otros diez miles de ciudadanos han hecho lo mismo sin que nadie los detenga, y, para muestra, ¡helos ahí! ¿Qué ocurriría si el agente, con amabilidad y cortesía dijese?:

-Excúsennos caballeros -o damas- pero esta calle debe correrse en sentido oeste a este, y no como usted marcha. Por favor, para su mayor comodidad, de vuelta en este lugar, y retorne hacia la intersección desde donde tomó esta vía.

Pero no. Ese agente no está criado aún. El que aparece detiene al conductor y le dice incómodo porque no se sacó la loto el domingo anterior:

-¡Deme sus papeles!

Y como es normal, a ello responderá el chofer igualmente airado, porque la mujer se durmió sin cumplir deberes himenéicos:

-¡Qué papeles ni papeles! ¡Lo que pasa es que no hay agua en los hoyitos!

Y ahí sobrevendrá el berenjenal, y el agente tendrá que preguntarle al teniente cómo quiere al chofer.

-¡Ya le dije! ¡Démelo con catchup, mayonesa y pimienta!

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