Como un perro apaleado

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FEDERICO HENRIQUEZ GRATEREAUX
Las mujeres, Lidia, son tanto o más curiosas que los hombres; te conté en La Habana, sentado en la mecedora de tu casa, cómo conocí al periodista de Santo Domingo, en un aeropuerto, donde pasé cinco horas antes de continuar viaje a Checoeslovaquia. Ese tipo me envió después a La Habana recortes de periódicos en los que narraba su encuentro, allá en Santo Domingo, con la misma francesa cuyo “testamento” tal vez veamos en Santiago de Cuba. Desde que supe de ella en ese aeropuerto no he dejado de pensar en la terrible historia de su vida.

Al recibir las notas del periodista sentí la misma curiosidad que se apoderó de ti cuando me visitó el bayamés. – ¿Qué fue lo que escribió el hombre ese de Santo Domingo? – Lidia, tengo en mi bolsillo uno de los tres recortes que mandó a la Unidad; los otros dos los tengo en la maleta y los llevaré a la oficina del notario para comparar datos y fechas. – Déjame ver ese papel; así no me aburriré con la carretera. Ladislao sacó del bolsillo de la camisa una cartulina en la que estaba pegado un trozo de periódico y lo pasó a Lidia sin ningún comentario.

“Al comienzo, en la primera entrevista, yo no le hice mucho caso a la señora de Bertrand Dimitrov. Creí que era una vieja bella y teatral, loca y embustera. No fui muy atento con ella; me mostré mal educado, poco receptivo. Cuando empezó a hablar tomé notas de lo que decía, pero con enorme desgana. Con todas las paparruchas que contó acerca de Rusia escribí una crónica escueta, económica, casi telegráfica, donde condensé aquel interminable relato. Lo hice por complacer a la señora de Bertrand, pero nada de aquello me interesaba. La mujer hablaba torrencialmente, con extraña vehemencia. Para identificar el texto entre mis papeles le puse un rótulo a lo Pirandello: Una historia en busca de un periodista. Revisé la puntuación de esas anotaciones en mayo de 1975)”.

“Durante la segunda entrevista con Marguerite noté que había puesto en el piso una abultada cartera. Ella había captado mi incredulidad y mi falta de interés en su historia. En ese momento, un apagón nos dejó sumidos en la obscuridad. Busqué unas velas y las encendí sobre un cenicero. La luz de las velas iluminaba la cara de Marguerite y todo lo demás estaba obscuro. Entonces presté atención a sus gestos, a las contracciones de su cara, a las inflexiones de su voz. Entonces fue cuando entré emocionalmente en su enrevesada narración. Se reanudó de repente el servicio de energía eléctrica. Marguerite abrió su cartera y sacó muchísimos papeles amarillos, polvorientos y sobados.

Los desparramó por todo mi escritorio. Eran recortes de periódicos, fotografías, programas de ópera en los cuales figuraba el nombre de su padre, artículos de crítica musical aparecidos en periódicos de otra época, cartas escritas en ruso, en inglés y en francés. Muy orgullosa me presentó la fotografía de su abuelo materno, un anciano barbado, con el pecho tachonado de medallas y condecoraciones, quien fue gobernador o funcionario importante en Kiev”.

“Marguerite me dijo que ella había estudiado canto en París.

Su padre, el barítono de Bertrand, fue quien dio las primeras lecciones a su hija. Me hizo saber, indirectamente, que ella sufrió desde niña una especie de fatalidad. Su madre, cuando vivía en Suiza, gastaba rápidamente el dinero que su padre enviaba. Marusia estaba habituada a gastar y no tenía clara conciencia del valor del dinero. Fácilmente daba una limosna muy grande a cualquier mendigo que encontrara en la calle. Su padre era general y gozaba de buenas relaciones con el gobierno zarista. Ella se crió acostumbrada a los lujos y a no tener privaciones.

La perturbación nerviosa que padecía acentuó su tendencia a gastar más de lo debido. Insistía en concurrir a los restaurantes más prestigiosos de Suiza y compraba ropas y regalos costosos. A causa de ese carácter y prodigalidad, los hijos de Marusia pasaban malos ratos y penurias. Sin embargo, el cantante cumplía sus obligaciones de padre y creía que sus hijos no carecían de nada esencial. Él viajaba continuamente de una ciudad a otra y no conocía, en su integridad, la situación de los niños ni los quebrantos nerviosos de su esposa”.

“Marguerite posee un paradójico atractivo personal. Sin duda que es una mujer de experiencia, pues la vida le ha puesto en situaciones difíciles. Es una alma compleja, a veces contradictoria. En el fondo de sus palabras descubría yo un deseo contenido de ser sencilla, pura, ingenua, abierta a los acontecimientos; pero su inteligencia, su paso por tantos países, no le permitía gozar por mucho tiempo esa suerte de nostalgia por una adolescencia sin precauciones.

Guarda como un tesoro los viejos papeles de sus tiempos en Rusia y de sus familiares en Ucrania. Marguerite ha vivido en la pobreza y no pudo por eso educar esmeradamente a sus hijos. Ese parece ser el motivo por el cual ella mira las cosas políticas con un sentimiento que le hace simpatizar con los de abajo, con los grupos sociales que protestan. Pero esa misma simpatía es una simpatía sofrenada por prudencia. Ella sabe muy bien cuán cruel puede ser la política; sabe cuántos peligros acarrea la simple exteriorización sincera de una opinión política.

 Si la conversación se acerca al tema concreto de la política, un circuito eléctrico comienza a funcionar en el organismo de Marguerite. Sus ojos brillan atentos y su cuerpo se estira como si fuera un animal en acecho. Luce entonces como un perro apaleado que desconfiara de todo y de todos”. Lidia dobló la cartulina y miró a Ladislao; descubrió que mientras ella leía él había cerrado los ojos; iba tranquilo, adormilado por el traqueteo rítmico del autobús. Cuba, 1993.

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