Gruesos ramajes de un árbol del parque Independencia sostenían cartones que anidaban “palomos” huele-cemento, pichones de delincuentes criados en los invernaderos de la calle. Ladronzuelos de patio, rateritos hambrientos que como cientos de niños y niñas llegaban a Santo Domingo con sus familias, huyendo de la pobreza campesina.
Eran los años 70s del pasado siglo, y aún en República Dominicana no se habían levantado altares al dinero y la desvalorización de la vida no tocaba extremos. El narcotráfico no tenía el actual poderío ni había tejido sus redes entre ricos y pobres.
La juventud impulsaba sueños colectivos de justicia social, desgarraban los crímenes políticos, el azote de la Banda Colorá, pero la delincuencia no había hecho presa de adolescentes y jóvenes. Sólo en películas veíamos matones con metralletas decididos a atracar y matar con rabia ciega, como los que hoy neurotizan a la sociedad dominicana.
Criminales, sicarios, homicidas enceguecidos por la droga y un hambre de dinero que los induce al robo a mano armada, y que en todos los estratos sociales involucra a jóvenes y adultos en el narcotráfico, juegos ilegales, ciberdelitos, tráfico humano, de armas, mercancías, en diversos negocios ilícitos.
Los “tigueritos” de barrios marginados, entre quienes dominaban los “delitos famélicos”, robos de subsistencia, inhalaban cemento cuando en el país había pocos drogadictos, unos cuantos de sectores pudientes que viajaban al exterior o los contagiados por soldados norteamericanos en la invasión de 1965 y por “dominican-york”, pioneros de un éxodo externo que resquebraja familias.
Nada sabían de cócteles asesinos, la mezcla de narcóticos, anfetaminas, estimulantes sexuales y energizantes que prolongan orgías y provocan infartos. La hookah no había entrado al escenario juvenil causando hipertensión y muertes.
Un perfil diferente. Aquellos muchachitos descalzos, tenían un perfil muy distinto a muchos delincuentes de hoy que no roban por apremios de sobrevivencia ni como recurso temporal o circunstancial. Para éstos es un oficio permanente en el que, como en cualquier profesión, se especializan, se actualizan.
Diferían bastante de pandilleros con un atuendo estrafalario, de jefes de bandas con buena “pinta”, ropa de marca, carros de lujo y tecnología de punta; armas de alto calibre, billetes de miles en la cartera, bienes y cuentas bancarias a nombre de testaferros, como aprendieron de políticos corruptos.
A riesgo de su vida, con frecuencia efímera, se juegan el todo por el todo. Su juventud discurre sin ninguna perspectiva, en un abandono que les induce al placer, a disfrutar intensamente la vida, pero también a menospreciar su valor. La propia y la ajena.
Viven deprisa, sin delimitar etapas, como pretendiendo agotar en un solo ciclo la adolescencia, juventud y adultez.
Evolución. Las raíces de la delincuencia juvenil siguieron profundizándose, engrosándose y extendiéndose por todo el entramado social, como las del árbol donde tenían su nido aquellos delincuentes en embrión.
Dos decenios después, muchos de esos adolescentes eran ya implacables ladrones y homicidas o padres de niños y niñas que, como ellos, crecieron en los áridos predios de exclusión, familiar y socialmente desamparados.
En vez de erradicarlas, las causas se acentuaron y el fenómeno en ciernes se desarrolló, dejando un desgarrante dolor con cada vida perdida.
Los planes improvisados con un enfoque parcial fracasaron, en tanto la actividad delictiva se fortalecía, ganaba pericia, poder económico, complicidades.
Diversos condicionantes se conjugaron inclinando al delito a niños y adolescentes: la negación de derechos y consecuente exclusión social, la cual conlleva a la falta de oportunidades y a la pobreza, masificada en la marginalidad urbana, escenario de casi el 70% de los grupos vulnerables. Y es que nada se hizo para desarrollar las zonas rurales y contener la emigración.
La delincuencia siguió evolucionando en los años 80s y 90s, protagonizada por muchos de los que fueron niños callejeros. La nueva generación se desarrolló en una sociedad trastocada por cambios radicales de identidad, ruptura de patrones sociales y culturales, arraigo del materialismo y el individualismo.
Niños y niñas pasaron a adolescencia, a la par que se desmoronaban principios éticos y morales que erosionaban la familia. Internalizaron los nuevos valores, la incitación al tener y al placer, a un enriquecimiento al vapor sin importar los medios.
A la camada de malhechores de los 80s le salieron garras, afiladas en los 90s cuando nuevos patrones de consumo dieron paso a la banalización social, a la sed de dinero. Surgieron las pandillas y naciones armadas con machetes y revólveres, que aterrorizaban con sus sangrientos enfrentamientos. La droga ganó espacio, niñas se incorporaban a la vida callejera vendiendo flores y sexo, la prostitución perdía sonrojo.
En el siglo XXI. Los gobiernos seguían enfrentando los efectos de la delincuencia pero no su origen, y a inicios del siglo constituía un grave problema social, con mayor incursión de menores y de agentes policiales.
El fenómeno alcanzó alta peligrosidad. Mas, todavía no tenía la ferocidad, complejidad y dimensiones actuales con pandilleros desafiantes, bandas mejor estructuradas, con un sadismo perturbador que no vacila en violar y matar a una niña o una anciana, asesinar a un raso con su niño en las piernas, el que también murió.
Recogemos la cosecha ensangrentada de la inercia: Gobernantes sin un programa integral que aborde con eficacia las causas y efectos de la delincuencia. Familias no comprometidas con la educación en el hogar. Una sociedad que no asume su responsabilidad de construir un país más justo y menos violento.