Con dolor

Con dolor

RAFAEL TORIBIO
Varias razones hacen que este artículo lo escriba con un sentimiento de profundo dolor. Primero por mi condición de ser humano que no puede ni debe ser ajeno al sufrimiento de otras personas, mucho más cuando es todo un pueblo el que sufre. Luego por ser dominicano y compartir una misma isla con el pueblo más pobre de todo el hemisferio occidental y que en estos momentos experimenta el colapso institucional de su Estado. También por comprobar que la solidaridad, definida como «a ternura entre los pueblos», es cada vez menor, sobre todo por parte de los países con mayores posibilidades de realizarla.

Las relaciones entre Haití y República Dominicana han sido conflictivas desde el nacimiento mismo de ambas naciones, cuando eran colonias de metrópolis europeas. La independencia de Haití, y luego la nuestra, agudizaron el conflicto. Haití se independiza primero y se hace fuerte frente a una colonia abandonada por su metrópoli, que quiere ser Nación con vocación de independencia política también. Contrario al resto de América, nosotros no nos independizamos de España sino de Haití, después de sufrir una invasión militar de 22 años. Nuestra identidad como dominicanos empieza y luego se consolida por oposición a la de otra Nación de la que nos hemos independizado y con la que tenemos la obligación de compartir una misma isla y una amplia frontera. En sus inicios, nuestra nacionalidad se forma más por la negación de lo que no queremos ser, que por la afirmación de lo que queremos ser. El genocidio perpetrado por Trujillo en el 1937 es un ingrediente que dificulta la convivencia entre ambos pueblos. Dejó heridas y culpabilidades difíciles de olvidar.

Hoy las relaciones entre ambos países no están en su mejor momento. Un desarrollo desigual hace que uno sea polo de atracción y el otro receptor de una emigración que espera encontrar un mejor presente y futuro con solo cruzar la frontera. La demanda de mano de obra más barata que la nacional, que empezó por el cultivo de la caña de azúcar y que hoy se extiende a prácticamente todos los renglones productivos, junto a la inexistencia de una política migratoria, ha dado lugar a la presencia masiva de ciudadanos del vecino país en situación de irregularidad jurídica, como también lo están los miles de hijos de los que decidieron permanecer en país, aunque fuera de manera ilegal.

Sin una política migratoria y una presencia ya masiva de haitianos en el país, los últimos gobiernos se han visto en la necesidad de realizar periódicas repatriaciones, reivindicando la potestad soberana de hacerlo, pero no siempre guardando la forma debida en cuanto al respeto de los derechos humanos, por lo que en ocasiones pareciera que perdemos la razón de poder hacerlo. Muchos olvidan que una persona, por más ilegal que sea en un país, todavía es portadora de derechos que tienen que ser respetados. Para preocupación de muchos y vergüenza de todos, recientemente se han producido brotes de xenofobia con resultados de los cuales nadie puede sentirse orgulloso, pues además de despojo y quemas de propiedades, también produjeron la muerte de varias personas que, como los ciudadanos nuestros que emigran a otros países, buscan allá lo que no han podido encontrar aquí. Si condenamos la violencia allá contra los nuestros, no debemos aceptar la nuestra aquí contra otros seres humanos.

Cuando nos referimos a la inmigración haitiana lo hacemos normalmente resaltando sólo su parte negativa. Pero todo proceso migratorio tiene su lado positivo, y esto pasa también con la haitiana en nuestro país. Junto a la presión sobre los servicios de educación y salud, ya precarios para los dominicanos, y otros inconvenientes, no es menos cierto que esa misma migración es la que se ocupa en gran parte de labores de recolección agrícola, trabajos en la industria de la construcción y adquiere parte de la producción nacional que en forma de remesas en especie las hace llegar a Haití. Para darnos cuenta de la importancia de la inmigración haitiana en la economía nacional, trate de pensar lo que pasaría si mañana todos los inmigrantes haitianos no se presentaran a las labores que diariamente realizan.

Además de incluir las ventajas y desventajas para nuestro país, el análisis de la migración haitiana tiene que contemplar también la carga que para una economía como la nuestra esto supone. A nosotros nos cuesta mucho más que a otros países la solidaridad con el pueblo de Haití, pero lo hacemos, y lo debemos seguir haciendo. ¿No es solidaridad, aunque sea en forma precaria, porque es así que podemos, la extensión de los servicios de salud y educación a las familias haitianas que residen en el país o están de manera transitoria? También es una forma de solidaridad la campaña internacional del gobierno dominicano demandando la responsabilidad y la cooperación internacional para ir en auxilio de Haití.

Una isla compartida por dos Estados es como un barco en medio del océano: puede hundirse no importa por cuál de los lados entre el agua. Aunque todos deben preocuparse porque Haití no sea un «Estado fallido», la mayor preocupación debe ser nuestra. Al tiempo de continuar reclamando la responsabilidad de la comunidad internacional, debemos mantener la solidaridad con el pueblo de Haití, respetar los derechos de los inmigrantes, sin olvidar que somos dos naciones diferentes y dos Estados asentados en territorios distintos.

Espero que estos sentimientos, aparentemente contradictorios algunos, sean compartidos por una buena parte de la ciudadanía porque entiende que las diferencias no deben ser razones de exclusión, porque le duele el dolor del otro, más cuando el prójimo es también próximo, y porque sus desgracias agravan las nuestras.

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