Con echar atrás no basta

Con echar atrás no basta

MARIEN ARISTY CAPITÁN
Las dos señoras se encuentran en el pasillo del supermercado. Hace tiempo que no se ven. Comienzan a contarse sus vidas, las de sus maridos, las de sus hijas, sus yernos…sin resumirlo, a vivo color, las doñas desnudan todos los secretos de su familia.

Fue así como me enteré que la hija menor de una de ellas sufría por el aparente adulterio de su marido. Se hace la que no ve, dice la más gruesa de las amigas, porque no quiere perder su matrimonio. Yo le digo que lo enfrente, que le pregunte qué pasa y que tome una decisión pero que no quede así, en vilo y lastimándose cada vez más.

«Querida, pero si eso es lo que hay que hacer. Ojos que no ven corazón que no siente. Imagínate: con dos niños, sin trabajo y sin ningún futuro, qué va a hacer. Mejor que siga así, que se haga la loca».

Tras cinco minutos dilucidando la conveniencia de perdonar o no la traición, las señoras se despiden y deciden juntarse dentro de un par de días para contarse las últimas novedades (¿y faltan más?).

Unos pasos más adelante son dos hombres entrados en edad los que hablan acerca del perdón. Su conversación, sin embargo, va mucho más allá del amor: son la política y los jueces de la Cámara de Cuentas los que les ocupan.

«Tiene que renunciar. Con haber echado el aumento atrás no es suficiente. Han sido demasiado descarados. Si nadie los hubiera descubierto seguirían engañándonos», dice uno de ellos. El otro, tras asentir, agregó algo no menos importante: da vergüenza pensar en que fueron elegidos para vigilar la transparencia en el manejo de los fondos del Estado.

Tras escuchar esta frase, que anda dándome vueltas en la cabeza desde el sábado pasado, me marché hacia la caja pensando en ambas conversaciones: la del marido y la de los jueves. Ambas, aunque desde perspectivas muy distintas, plantean lo mismo: hasta qué punto se debe enfrentar y perdonar una traición.

En el primero de los casos, que es muy personal y puede estar rodeado de las más singulares circunstancias, cada quién tendrá su propio código de conducta y sabrá qué tiene que hacer. Algunas veces, si se descubre el pecado y existe un verdadero arrepentimiento, las cosas se arreglan y funcionan; otras, y suele ser la gran mayoría, no sirve de nada. Nadie, sin embargo, ha escrito ninguna fórmula que funcione para los asuntos del corazón.

Pero en el segundo de los casos, a pesar de que el engaño se le hace a todo un país que ha depositado la confianza en los funcionarios que se ha elegido, creo que no hay lugar a dudas: aunque jamás los enfrentamos, ha llegado el momento en que lo hagamos.

Y hacerlo comienza por exigir un verdadero sistema de rendición de cuentas. ¿Cómo es posible, si se supone que tenemos a nuestra «disposición» un gobierno electrónico, no podamos revisar las nóminas, las licitaciones, las compras… que hacen las dependencias gubernamentales? ¿Qué es lo que se esconde detrás de ello?

Puede que haya más casos como el de la Cámara de Cuentas. Puede que la corrupción, el desorden y el abuso nos ronden mucho más de lo que nos imaginamos. Por eso, probablemente, siempre se hace silencio.

Se haga o no, lo lamentable es que jamás hacemos nada. El caso de la Cámara de Cuentas lo retrata muy bien: ni le hemos exigido la renuncia ni le hemos pedido explicaciones a los miembros del Senado de la República, quienes los eligieron pero no los han amonestado.

¿Lo más paradójico de este asunto? Así como nos cuesta tanto perdonar las traiciones del alma, las del Estado las dejamos pasar como si nada aunque en ellas se fragüe la miseria del pueblo. Al reparar en ello, vale preguntar: ¿no debemos ser más severos con los políticos y exigirle, en caso de que nos lastimen, que no regresen jamás? Es hora de condenarlos y dejar de ser, como las amantes apasionadas, tan ciegos que no seamos capaces de ver lo que salta a los ojos.

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