En estos días en que la nación demanda de políticos enteros de cuerpo y alma, capaces de subordinar sus ambiciones para actuar con integridad y honradez en medio de las peores penalidades de nuestra época, la memoria nos remite a la figura de la profesora Ivelisse Prats-Ramírez de Pérez, ejemplo de coherencia, de tenacidad y de grandilocuencia ideológica que cultivó la nobleza política.
A punto de entrar en la novena década, nuestra querida profesora libra una difícil y penosa batalla contra las adversidades físicas a las que ha sabido sobreponerse desde joven. Ella, de estructura física endeble, con escoliosis y asmática de siempre, ha sufrido incremento de sus antiguas dificultades visuales, demasiado gravoso para quien se ha leído bibliotecas enteras. Su indeclinable magisterio también le fue consumiendo las cuerdas vocales y hace algún tiempo casi queda sin la voz.
El indomable espíritu de Ivelisse ha logrado vencer todas las limitaciones físicas, pero hace unos tres meses, alrededor de su 89 cumpleaños, una caída le rompió un fémur y desde entonces ha quedado postrada y adolorida, más espiritual que físicamente.
Desde aquí, en la distancia que imponen las circunstancias, hay que expresar solidaridad y los mejores augurios para la maestra, ideóloga, articulista, dirigente política, gremialista, legisladora, funcionaria, forjadora de líderes, madre y esposa.
Una mujer tan extraordinaria, un dechado de virtudes sociales, una maestra como Ivelisse no merece una larga postración ni sufrimiento, por lo que debemos encomendarla al Dios de los justos para que le haga leve la etapa de transición en que se encuentra.
Y para que compense sus penalidades con la firme conciencia de los sembradores e iluminadores colocados mucho más allá de las infinitas limitaciones de la condición humana.
Ojalá que muchos de los compañeros de partido y de los alumnos que ella forjó en el Instituto de Formación Política que lleva el nombre de José Francisco Peña Gómez se detengan en estos días a reivindicar la vida de doña Ivelisse Prats, para rendirle el tributo que merece, poniendo en primer plano sus enseñanzas de la política como servicio y entrega al ideal colectivo y al engrandecimiento de la patria.
Vale reproducir la salutación que le ofrecimos en el 2001 cuando celebrábamos su medio siglo de entrega al magisterio: Salve profesora; los alumnos de los primeros años te saludamos. Y te deseamos aún larga vida y mayores realizaciones, en la libertad y para la libertad, como en aquellos tiempos (1959-60) en que anhelábamos encontrar voces de aliento que nos ayudaran a levantarnos sobre las tinieblas y a encender antorchas definitivas.
Las tuyas no se apagan ni con los vientos huracanados que tanto soplan en estas latitudes, sin embargo colocadas en el mismo trayecto del sol, como nos dijo entonces el inolvidable poeta don Pedro Mir.
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Tras el artículo de la semana pasada en el que agradecimos la sensibilidad del presidente Luis Abinader, por haber terminado el calvario de los ancianos trabajadores cañeros que por dos décadas demandaron la pensión por la que cotizaron, la querida compañera Altagracia Salazar nos recordó que hay otro grupo, mucho más pequeño, que también espera y merece un tributo.
Se trata de los 28 contralores aéreos cancelados por el político que dirigía el Instituto de Aviación Civil por haber cometido la osadía de denunciar sistemáticas violaciones de las normativas internacionales de seguridad en el espacio aéreo nacional.
Durante muchos meses mantuvieron su demanda de reposición ante la sede del gobierno, y hasta tuvieron ganancia de causa en el tribunal administrativo, sin que le hicieran el menor caso. Se les ignoró hasta convencerlos de que no cabían rectificaciones ni sensibilidades humanas.
Eran los mejores técnicos en su oficio, forjados en instituciones internacionales especializadas. Su pecado fue hacer públicas las preocupaciones profesionales por la seguridad aeroportuaria.
Como entonces, el ahora presidente Luis Abinader los visitó en el 2015, durante aquel calvario y conoció de sus razones, puede esperarse una justa reparación. Vale el recordatorio.-