Con la alharaca de un progreso de minorías, gobiernan el país del siglo XIX al XXI

Con la alharaca de un progreso de minorías, gobiernan el país del siglo XIX al XXI

POR MINERVA ISA Y ELADIO PICHARDO
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Como los paladines de la modernidad con el Metro de Santo Domingo en 2005, Heureaux forzaba el ritmo del progreso, endeudando al país hasta la ruina para ejecutar obras altamente costosas como el Ferrocarril Central Dominicano, construido en medio de una aguda crisis, de una inflación que finalmente llevó a la hoguera las devaluadas papeletas de Lilís

El aislamiento era tal que quizás te tomó tiempo enterarte. La noticia la difundían los susurrantes cañaverales y el rugido del enorme molino que atraía curiosos por la voracidad con que engullía la caña, triturándola a una velocidad doscientas veces mayor que el más grande de los trapiches tradicionales de Azua y Ocoa, a los que la moderna industria azucarera sepultaría.

A lomos del progreso, inmigrantes extranjeros trajeron ingenios movidos a vapor, nueva tecnología que atizaba la molienda e impulsaba el modelo económico agroexportador llenando los caminos de conuqueros y monteros de El Seibo, Hato Mayor e Higüey, a los que la flauta mágica del jornal conducía a los cañaverales petromacorisanos. Hombres rudos consumidos por la fiebre del oro dulce que la explotación y el despojo amargarían, pies descalzos enfangados en la sempiterna ruta de la pobreza y la ignorancia, causas primigenias que siguen trazando el trayecto de las migraciones.

No sé si eras de los abanderados del progreso proclamado en altas tonalidades por los líderes de la Restauración como posteriormente los peledeístas blanderían la paradigmática modernidad que nos montará en el metro, mientras instala aulas virtuales sin cubrir el déficit de escuelas.

En nombre del progreso, el dictador Ulises Heureaux (Lilís) y otros dirigentes del Partido Azul promovieron políticas de inmigración, de concesiones de tierra y franquicias para atraer capitales externos e impulsar la industrialización de la caña de azúcar, el más decisivo factor de cambio en las postrimerías del siglo XIX.

Presumo que te adheriste a los partidarios de Eugenio María de Hostos y Pedro Francisco Bonó, a los pocos con luces para advertir los perjuicios de la dependencia comercial y tecnológica que dimana de la inserción en la economía capitalista, atada a una perniciosa cadena de préstamos con los que Heureaux, cruel y sedicioso tirano sin frenos éticos ni legales, adormecía la crisis financiera y hacía relucir el espejismo de la prosperidad. Desde entonces, enarbolando un modernismo utópico y una posmodernidad que no se traduce en bienestar colectivo, nos pasamos el siglo XX y entramos al XXI clamando por capitales foráneos, mientras los nuestros se fugan al exterior.

Sin dudas fuiste testigo de una revolución. La industria azucarera se convirtió en panal, propiciando migraciones de criollos y extranjeros hacia Santo Domingo, Azua y San Pedro de Macorís, atraídos por las modernas plantas industriales y cañaverales interconectados por ferrocarriles cuyo silbato pregonaba el progreso.

Innovaciones

Antes de que las carreteras rasgaran el aislamiento interno, se amplió la comunicación internacional con el telégrafo y barcos movidos a vapor que acortaban distancias, de cuyos enormes vientres salían pianos, casas prefabricadas, muebles, vajillas, vitrolas, cuanto era símbolo de modernismo, del confort que empezaba a disfrutar la élite dominicana.

Las innovaciones vinieron aparejadas de un proceso urbanístico y nuevos migrantes deslumbrados con otros inventos que también llegaban en la grupa del progreso: la electricidad, el correo, el teléfono que quizás no conociste. ¡Ah, cómo te hubiera gustado uno de esos móviles de última generación con cámara fotográfica y televisión! Nada extraña ver hoy a un vendutero o carretillero con un celular que lo conecta al hijo que emigró a Nueva York o la hija prostituida en Italia.

Imagino que viajaste poco, antaño preferían transportarse por ríos y mares en vez de cabalgar uno o dos días por trillos que al llover eran fangales. Una travesía tan tormentosa que algunos mulos morían en el camino y, para colmo, obligaban al viajero a proveerse de un pasaporte, de los que en 1895 la provincia de Azua emitió 4,522. Para los contactos comerciales en Saint Thomas y Curazao iban en goletas, buques de velas de poco tonelaje en los que partían los exiliados políticos cada vez que un adversario tomaba el poder tras una de las innúmeras revoluciones que precedieron la pacificación impuesta por Lilís.

Pues bien, no creo que hubieras visto el potente alumbrado que en el Parque Colón suplantó las farolas de gas, fruto de un nuevo empréstito para la planta energética en la que el cabildo gastaba siete pesos con 36 centavos diarios. Eso no vale hoy un kilovatio, gastamos un dineral en costear las tinieblas de los apagones.

Me pregunto si te montaste en uno de los lustrosos autos que no arreaban caballos ni bueyes como los coches y quitrines, o en el ferrocarril que de Santiago a Puerto Plata se deslizaba ufano entre recuas de mulos cargadas de tabaco, liberadas ya del peaje cobrado por cada animal.

Como sin dudas apreciaste, los avances tecnológicos implicaron reajustes en el estilo de vida, aunque el deslumbrante modernismo sólo relucía entre familias pudientes, sobre todo en el ámbito de los ingenios de Santo Domingo y San Pedro de Macorís, polos de desarrollo surgidos con la industria azucarera, que tuvo entre sus pioneros a cubanos, norteamericanos e italianos.

Los cambios en la estructura agraria y las comunicaciones no tenían similar ritmo en el Este, el Sur y el Cibao, mundos aparte. El ferrocarril creó focos de modernidad en Sánchez, Puerto Plata, Santiago y La Vega, como el azúcar en la capital y Macorís, pero el resto permanecía en rezago.

Despierta la avaricia

Las nuevas tecnologías fluían con celeridad al relacionarse la élite criolla con sociedades vanguardistas y crecer sus ganancias, despertando la avaricia adormecida por el escaso valor de cambio del dinero. Como a todos, la naciente economía monetaria los embrujó.

La agricultura de exportación y los capitales externos invertidos en el ferrocarril y otras obras aumentaron el poder adquisitivo de la población y el mercado interno, tomando la casi estática movilidad social un rumbo ascendente y descendente. No sé si te convertiste en colono o bodeguero, importador o exportador, o fuiste uno de los que se proletizaron al vender sus fundos, bueyes, caballos y otros animales de carga.

A sus antiguos dueños, reducidos a braceros o peones, los hechizaba la modalidad del trabajo remunerado: labrar la tierra y en vez de recompensarles con sus frutos, como en el conuco, a cambio de su esfuerzo recibían dinero, que les reportaría algo más que las viandas del sembradío, las gallinas o los puercos cimarrones cazados en los montes. Podrían ir a la bodega, otra novedad del momento, y hacerse de unas libras de arenque, una remúa o unas alpargatas.

Un poco más que trozos y tajos saborearon, pero ignoraban que a ellos y a su descendencia poco beneficiaría el progreso, pues los dividendos eran cosechados por los dueños del capital y de la tierra.

Imagino que oíste hablar de Bonó, un profundo pensador a quien irritaba ver los amos rodeados por quienes eran los propietarios del terreno, y que “esta misma población además de haberse convertido en siervos, defienden y custodian estas fincas con el Remington”.

Pues bien, la venta sistemática de la fuerza laboral se entronizó con la inserción en el capitalismo, que con sobrada razón hoy merece el apelativo de salvaje. Desde entonces, quedó signado el destino dominicano como productor de materias primas baratas y mano de obra de baja calificación, que decenios después el país masivamente exportaría, al necesitarla el gran capital en factorías neoyorquinas.

Nos cuentan los historiadores que el auge azucarero entre 1874 y 1883 desató una competencia por la escasa oferta de braceros, constreñida por la despoblación, incomunicación y falta de tradición en el trabajo asalariado. Elevaron el jornal a 75 centavos diarios y, aunque la inflación lo devaluó, el descenso no frenó las migraciones laborales permanentes o temporeras hacia las fincas cañeras, y unos pocos a ciudades donde vendían los frutos cultivados en su vecindad.

Al constatar los dueños de ingenios que en colonias antillanas regían salarios más bajos, para abaratarlos contrataron mano de obra extranjera, los “cocolos” de islas inglesas, puertorriqueños y, luego, la sempiterna inmigración haitiana trocada un siglo después en un álgido problema, sin proceder aún a la regularización de los residentes ilegales.

El jornal se deshacía con la aguda crisis azucarera que sucedió a la bonanza, al caer los precios en 1884 por la superproducción en Europa del azúcar de remolacha subsidiada. Una práctica que hoy  persiste, empecinándose los gobiernos europeos en seguir protegiendo a sus productores mientras exigen eliminar subsidios a los países tercermundistas.

Tempranamente, la República padecía lo que será una constante en la cotización de los productos del agro: los altibajos del mercado mundial, períodos de auge y recesión inherentes al capitalismo, y las barreras de importación en tiempos de depresión.

Los colonos se arruinaban. En Azua quebraron dueños de trapiches, las centrales Carlota y Ocoa no podían absorber el excedente de braceros, por lo que cientos tuvieron que emigrar hacia las grandes fincas con mayor oferta de trabajo. Esto preocupaba al gobernador provincial, general José A. Pichardo, quien en 1887 lo comunicó al ministro de lo Interior: “Los pocos hacendados en pequeña escala que a fuerza de multiplicados afanes y sacrificios consiguen dar cultivo a sus cañas, están imposibilitados de molerlas…, y se ven obligados a venderlas a las Centrales por el ínfimo precio que a los dueños de éstas se les ocurre pagar”.

Habitantes de comarcas orientales se trasladaban en 1889 hacia distritos marítimos vecinos, principalmente a la aldea pesquera de Mosquitisol. En sus llanuras circundantes surgían inmensos cañaverales para nutrir los ingenios que extinguieron los trapiches del Sur y hatos del Este, cuyas reses vendían porque se autotransportaban, como las maderas de Montecristi y Barahona sin más ruta que los ríos.

Mosquitisol crecía en detrimento de El Seibo, Hato Mayor e Higüey, transformándose en la próspera común de San Pedro de Macorís, con 8,000 habitantes, entre ellos 1,200 procedentes del interior y 200 del exterior que se asentaron en 1892.

En esa urbe abrían nuevas fuentes laborales, como indica este anuncio: “Se necesitan mil hombres para trabajar en el Ingenio Consuelo y sus colonias. Se pagará el jornal de un peso mejicano por un día de trabajo, nada de vagos. W. L. Bass”.

Vida nómada

Las migraciones internas no se detenían. En 1892, el gobernador de El Seibo, Agustín Pérez, lamenta la tendencia de los jóvenes agricultores a convertirse en asalariados, a lo que atribuye el atraso del agro en la provincia: “…Ello tiene su explicación y no depende de otra causa, sólo de la vida nómada de la juventud que se ha levantado, la cual solo aspira a vivir del salario que les proporciona un jornal ganado lejos de la familia, desatendiendo por completo sus labores agrícolas”.

El gobernador de Santo Domingo, José Dolores Pichardo, pidió al gobierno en 1893 apoyar la pequeña agricultura, amenazada con “desaparecer en nuestra provincia por la atracción que ejerce en los braceros el jornal que ofrecen los grandes ingenios”, origen de dos graves males: “la ruina de su riqueza y despoblación de sus campos, que tienden a quedarse sin habitantes, dirigiéndose el grueso de los trabajadores hacia San Pedro de Macorís y Azua, sitios donde se hallan radicados los grandes centros agrícolas, y  con ello tienden a desaparecer nuestros frutos menores”.

Los sembraban en tiempo muerto, pero quienes abandonaron sus plantíos pasaron de ofertantes a demandantes, agudizando el déficit de alimentos. Por tal razón, en su memoria de 1898 el funcionario propuso fomentar su cultivo, “no permitiéndose que ningún estanciero o agricultor de frutos menores i con familia salga a trabajar fuera sin dejar sus conucos en buenas condiciones i de un tamaño proporcionado al de su familia”.

En Puerto Plata, el gobernador Juan Garrigó advirtió en 1894 que los campesinos emigraban desalentados ante los daños a sus sembradíos ocasionados por temporales o sequías y cerdos errantes. Entre las múltiples causas del éxodo dominaba la pobreza, el deseo de dejar la vida monótona y rutinaria del campo. Los atraía el sonsonete del progreso, hoy como ayer convertido en norma ideológica, una meta en sí misma para casi todos los gobernantes del siglo XIX al XXI. Un paradigma que erigió en íconos el ferrocarril y la industria azucarera, las obras faraónicas de Rafael L. Trujillo y Joaquín Balaguer, desatendiendo el desarrollo humano, expandiendo la pobreza que impulsa las migraciones.

El ferrocarril

Al iniciarse los “caminos de hierro”, los migrantes encontraron nuevos destinos, como indica este anuncio de un periódico santiaguero en 1895: “Los contratistas necesitan para la construcción de este ferrocaril aún más peones de los que están actualmente trabajando. A buenos trabajadores se les paga un peso diario. Esta empresa compra caballos, mulos y bueyes”.

Cuando a mediados de 1891 los contratistas de la vía ferrocarrilera Puerto Plata-Santiago intentaron bajar los salarios de 75 a 50 centavos diarios –jornal de los muchachos empleados para romper piedras–, los obreros se lanzaron a una huelga y se mantuvo la tarifa vigente, atrayendo a otros labriegos. No sólo emigraban campesinos, algunos comerciantes de Moca se desplazaron hacia las estaciones ferroviarias en construcción.

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