Ha sido muy notable cómo en los últimos años se ha incrementado el número de matrimonios que decide elegir el régimen de separación de bienes, dejando claro que pertenecen a cada cónyuge los bienes que tuvieran antes del matrimonio, así como los que adquieran una vez celebrado el matrimonio por cualquier título. Este régimen se traduce en que lo que yo compro con mi dinero es mío, lo pongo a mi nombre y si nos divorciamos no se repartirán mis bienes entre los dos; y lo que tú compres es tuyo y podrás hacer lo que quieras con ello. Ello no desaprueba que si los esposos deciden compartir algún bien, no lo puedan hacer. Cada cónyuge responderá de sus deudas, salvo las que se hayan contraído para el sostenimiento de la familia.
Contrariamente a lo que sucede en el régimen de la comunidad de bienes, el de separación no contiene, en principio, masa común, ni durante el matrimonio ni en el momento de su disolución. Este régimen, busca sabiamente una forma de esquivar las consecuencias que se derivan de la comunidad de bienes que, como se sabe, debilita en cierto modo el derecho de propiedad, por lo cual se instauró este régimen de separación que tiende fundamentalmente a proteger el patrimonio de cada uno de los esposos.
Sin embargo, con el régimen de la comunidad de bienes: El esposo pasa a ser el jefe de la sociedad y es el único que puede administrar los bienes que la integran, pero para cualquier operación relativa a los bienes conyugales, necesita de la autorización de la mujer. Son parte del matrimonio los bienes adquiridos durante y antes de contraer el vínculo. Si se termina el matrimonio, se liquidan los bienes quedando cada uno con la mitad.
La iglesia nos invita a creer que “El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: De manera que ya no son dos sino una sola carne”. “Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total”. Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.
Las bienaventuranzas nos colocan ante opciones decisivas con respecto a los bienes terrenales; purifican nuestro corazón para enseñarnos a amar a Dios, por sobre todas las cosas. Por lo que, Pecado… es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes.
Es importante tomar en cuenta que el problema del dinero para las parejas no lo constituye la carencia o exceso del mismo, sino la mala administración que lleven de él. La falta de compromiso con la pareja al no tomar los bienes monetarios como un bien “nuestro” sino algo que permanece siendo individual, y que cada quien aporta solo lo que le toca es otro de los principales obstáculos que la pareja enfrenta en el manejo del dinero.
Para una sana economía familiar es importante llevar a cabo una buena planeación por parte de ambos cónyuges. Se deben sentar a dialogar sobre los planes y proyectos que desean cumplir, sean estos personales, en pareja, a corto, mediano o largo plazo. Este diálogo llevará a concluir que los proyectos que en un principio son personales pasan a ser también parte de lo nuestro y se convierten en planes de la pareja.
Con esta información se puede hacer un fondo común que constituirá los bienes con que la pareja cuenta. Este fondo común será el que deben administrar de la mejor forma para que al final el dinero no sea un problema en su relación. Para la administración y ejecución de este presupuesto es vital la vivencia de valores a través de actitudes como el diálogo, la disciplina y el compromiso de ambos esposos.