Con Trujillo en Higüey

Con Trujillo en Higüey

JOSÉ ANTONIO NÚÑEZ FERNÁNDEZ
En el 1960 estuvieron muy de moda los desfiles en homenaje a Trujillo, ya en el sur, ya en el norte, ora en el Cibao, ora en la región oriental. Cuando se planificó un regio desfile en Higüey, para la transmisión radial del mismo La Voz Dominicana nos designó a Luis Acosta Tejeda, a Ramón Rivera Batista y a mí. El día anterior del evento llegamos a Higüey y en la noche fuimos agasajados por el síndico y el presidente de la Junta del Partido Dominicano, que respectivamente lo eran los señores don Adolfo Valdez y don Emilio Méndez Núñez.

Cuando concluyó el acto festivo que se nos ofreció, nos fuimos al hotel donde estábamos hospedados. Y ocurrió algo que amerita ser relatado. Acosta Tejeda y yo nos alojamos en una habitación doble; no tuvimos el cuidado de cerrar la puerta, tampoco apagamos la luz y pusimos en el radio que había a Radio Habana con un discurso de Fidel Castro. Parece que a la hora que ocurriría tal cosa, esa voz se oía con bastante claridad. ¡Con peligrosa claridad se podría decir! Y de repente alguien empujó la puerta. Cuando esa persona nos vio, dijo: “Ah, son ustedes, está bien”. Siempre he pensado que “esa persona” creyó que Acosta Tejada y yo escuchábamos semejante transmisión para rendirle un informe a “nuestra superioridad”. Porque el que empujó la puerta fue el señor Papito Duluc (ya difunto), de quien se afirmaba que en la región oriental estaba inmiscuido en los servicios de seguridad del Estado.

Al otro día, antes del desfile, asistimos en la antigua iglesia higüeyana a una misa transmitida. Esa mañana padecí una ilusión óptica, porque cuando monseñor Pepén Solimán oficiaba frente a los micrófonos, Trujillo lo contemplaba fijamente como un hipnotizador oriental. A mí me pareció que en un momento, de los cristales de los lentes del “Jefe” salían diminutas llamaradas. En esos momentos pensé cosas muy extrañas. Después calculé que en verdad, en los cristales de esos lentes se reflejaban las luces de los cirios encendidos.

Del templo nos encaminamos a la tribuna de los locutores de La Voz Dominicana, para ofrecer los detalles, pormenores e incidencias del multitudinario desfile. No olvido que vi que al palco de Trujillo subieron el doctor Arévalo Cedeño y un acompañante, le mostraron al “hombre fuerte” unos papeles y él les señaló la tribuna de los locutores para que hacia ella se dirigieran. Arévalo  y su acompañante así lo hicieron. Rivera Batista recibió los papeles, les pasó la vista y se los entregó a Luis Acosta Tejeda; yo estaba frente a los micrófonos y Acosta, luego de verlos me los pasó a mí. Los tomé y rápidamente me di cuenta que se trataba del acta de la fundación de Salvaleón de Higüey por don Juan Ponce de León o don Juan de Esquivel, no recordaba bien. Dicha acta estaba redactada en castellano antiguo y los compañeros parece que pensaron que correspondía a un idioma diferente al español.

Sin chistar tuve que fijarme a leer lo que se decía de la fundación de la cristiana villa de Salvaleón, y gracias todavía doy a Tatica la de Higüey porque no me equivoqué ni una sola vez.

Felizmente terminó el desfile y se acabó la transmisión. Para los locutores aparentemente habían concluido sus labores y  nos retiramos al hotel.

Decidí salir a dar una vuelta por las calles cercanas; unas monjas me conocieron al verme, me llamaron y me comunicaron que ellas nos tenían a nosotros los locutores un refrigerio, unas medallas, estampas y cadenitas. Fui donde los compañeros  y se lo comuniqué. Estuvieron de acuerdo conmigo en cuanto no desairar a las buenas hermanitas. Y hacia la monjil residencia nos encaminamos.

En Higüey ese día a San Miguel se le soltó Belcebú: José Arismendy Trujillo, se encaprichó con realizar una nueva transmisión, ésta desde la basílica en construcción. La suerte fue que los técnicos de La Voz Dominicana le explicaron al voluntarioso dueño que dicha transmisión no se podía realizar por la imposibilidad de tener a última hora una línea telefónica hasta los terrenos donde se levantaba la majestuosa construcción. Pero mientras el capitán Taveras, de los ayudantes militares, andaba a la carrera buscándonos a Acosta, a Rivera y a mí, alguien le informó que estábamos en el patio de la casa de las monjas y hacia allá se encaminó el correcto capitán Taveras. Nos comunicó lo que ocurría y con él salimos al paso de “to’ meter”. Al fin y al cabo no iba a haber ninguna transmisión. Pero malo era eso, que nos encontraran en ese patio. Pues el “Jefe” tenía discordia con los obispos. Mis compañeros se pusieron broncos, me verían como culpable de algo, y como guineas tuertas salieron volando hacia la capital, dejándome en Higüey abandonado. No pasó nada, no me explicaron nada, ni yo les pregunté lo más mínimo. Y la vida no se detuvo e impenitente siguió su agitado curso hasta… la noche del 30 de mayo de 1961.

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