¡Concho! ¡Concho!

¡Concho! ¡Concho!

TONY PÉREZ
Allá en mi pueblo, el Pedernales de la frontera con Haití y la bahía de moda, he escuchado de pequeño la interjección ¡concho! La usamos casi de rutina para expresar incomodidad, dolor o frustración por el fracaso de alguna acción. Creo que con esa frase la gente tradicional pretende suavizar el ¡coño! Porque es frase obscena para los pueblerinos, aunque rutinaria y rica en matices para los cubanos.

Pero en la Capital concho no significa lo mismo. Y menos ahora cuando dizque todo vale en el quehacer mediático electrónico que nos han inyectado desde el santuario de los derechos de la conveniencia.

En esta metrópolis concho es sinónimo de transporte público en automóviles destartalados; apiñarse sobre asientos raídos con filosos alambres dispuestos a repeler una sentada brusca; o ser víctima de un ladrón experto en sacar pesos de los bolsillos en medio de situaciones incómodas.

Sentir sobre nuestras espaldas algún brazo impertinente y su respectiva axila perfumada con chinche de conuco; ahogarse en el aroma que emana hacia adentro un tanque de gas licuado mal instalado o imaginarse volando en trocitos por la explosión de uno de estos artefactos; ver al conductor haciendo malabares para pasar un cambio o echando medio litro de gasolina que tenía en el maletero, porque se le acabó la que tenía en pleno puente Bosch o en el elevado de La 27 mientras se arma una cola interminable de vehículos justo a la hora de llegar al trabajo.

Ver los neumáticos lisos, verdaderas bombas de tiempo; ver a los chóferes recorrer distancias en pleno aro cuando explota el neumático y quieren evitar los insultos de los histéricos que salen tarde para sus trabajos y sin embargo quieren llegar temprano. Ver los carros amarillos y los verdes el mismo día, violando disposiciones oficiales.

Soportar impotente cuando un sudoroso conductor grita con voz militar: ¡Hasta aquí llegué, no sigo más. y bájese! Y de ese concho, sale el motoconcho. Dicen que esa es una genialidad de los dominicanos para suplir con motores la demanda en sitios donde carecen de los servicios de carros públicos. Es una especie de continuación del concho en autos. Da gusto ver cuántas personas (incluidos niños) y objetos es posible montar de un tirón en esos aparatos traídos de Japón; ni los japoneses se lo imaginaron cuando los diseñaron. Escena que puede pasar inadvertida porque la mayoría ha perdido la capacidad de asombro pero el título de esa película cotidiana podría ser: “La vida en un hilito”.

Si no lo cree, compruébelo en un periplo por las avenidas, calles y callejones de Santo Domingo o cualquier comunidad del territorio nacional. Viva la experiencia, si no sufre del corazón o de los nervios. Porque hace mucho que el concho en carros y motores se sumó al desorden del transporte colectivo urbano y a los conductores privados.

Para los fines del caos, da lo mismo concho, motoconcho, autobuses y minubuses, yipetas, jaguares, BM y demás.

Porque los vehículos no son culpables sino quienes los manejan. Aquí fue demostrado hace mucho que la falta de educación poco tiene que ver con lujos. Un vaso plástico y hasta un coco seco pueden salir disparados por la ventanilla de un minibús o un carro público, pero también de un yipetón. Una direccional hacia la derecha significa aquí lo contrario para un chofer de carro público, pero también para un conductor. Igual ocurre al doblar en U donde está prohibido; cruzar cuando el semáforo ordena lo contrario; atorarse todos en la entrada del elevado que sale del puente, porque hay que ponerse delante en desmedro de quienes cumplen con las orientaciones del tránsito ante la indiferencia de AMET.

¡Concho! El orden se fue de paseo y le dejó el espacio al tigueraje. La calle se ha puesto dura y todos debemos contribuir a hacerla vivible. Sin subirse a la acera para escurrir el bulto.

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