Una “propicia” inestabilidad experimentan los residentes en la ciudad de Nueva York en esta temporada. Y digo propicia, porque si con lo fascinante y populoso de esta ciudad tuviéramos una temperatura cálida los doce meses del año, no se sabe en qué podría convertirse Nueva York.

Ahora, con la entrada de las primeras brisas frías de otoño, comienza el neoyorquino a recordar la necesidad de la cercanía con el familiar, el amigo, el vecino… En una ciudad de edificios llenos de apartamentos, cuando llega este clima el encierro es una “ley”. Cambia la vida en esta urbe. Es sorprendente, como si fuera con un “frotar de dedos”, cambia Nueva York.

Lo tropical, colorido y bullanguero que oferta el verano, se recoge. La gente se torna más reservada y, a la vez, cada inmigrante extraña su lar. ¡Ay!, cuando llegan esos días de Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo, millares de personas con la mesa llena de los más suculentos majares y repleta de las más finas golosinas y licores, ruegan porque los invitados no los dejen esperando. Hay gente que hasta suplica una visita de cortesía para compartir esas noches. De ahí que la mayoría empaca las valijas y va rumbo al aeropuerto, o toman carretera para encontrarse con un ser querido lejano. Es que los habitantes de esta ciudad experimentan una transformación que se acentúa hasta en el carácter. Aquí, a pesar de ser la ciudad más iluminada y con la más espectacular variedad festiva, baja la adrenalina y suben los sentimientos y los deseos de compartir con el prójimo; se valora más la amistad y se extrañan las cosas nuestras. Y después de pasar las primeras siete semanas aguantando frío, amable lector, entienda ese estridente desacato con que llegan los que tienen las posibilidades de “escaparse” y regresar a sus respectivos terruños; y ¿por qué no? cuídenlos, denles cariño y déjenlos ser protagonistas por esos días, que de seguro, esa terapia (en la mayoría de los casos), será provechosa de parte y parte.