Confesiones de Navidad

Confesiones de Navidad

Por JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Es difícil, y tal vez poco recomendable para la salud del alma, desprenderse de las vivencias de la niñez, aunque sea valioso utilizarlas como referencia de sabiduría que apunta a metas positivas en lugar de enfangarse en amarguras, morriñas y pesadumbres. Por inmensa bondad del Creador, no me duelo de las carencias que se empeñaban en aparecer con fuerza inusitada en temporadas navideñas de mi niñez. Tanto es así, que para mí, Navidad es algo que tiene estrecha conexión con Carencia.

Me pregunto, ¿será tal asociación, tal juntura, un regalo perfumado de Dios, como Whitman le decía al niño que preguntaba acerca de la hierba?

¿Será que la esencia de la Navidad, sin que importe cuando ocurrió sino cuándo la rememoramos, sin que importe si Jesús nació en octubre o febrero de nuestro calendario, pero importe que nació para sacrificarse por nosotros y todo su proceso terrenal terminó con las torturas de la crucifixión y eso contiene el ingrediente primario de algún tipo y dimensión del dolor y el sufrimiento?

¿Por qué, desde mi niñez, la Navidad, la Natividad de Jesús, con fecha real o supuesta, aunque aceptada, me trae esas definidas sensaciones de carencias?

¿Por la extraña pobreza que caía como una mole etérea sobre mi familia directa, mis padres, y se expandía hasta esos pobres empleados de la imprenta paterna, tipógrafos, prensistas, fotograbadores, compaginadores, aprendices y distribuidores?

Vamos, la escasez era real. Por algún misterio, los ingresos se evaporaban y el Día de Nochebuena era día de angustias hasta que, de algún modo, aparecían unos pesos solucionantes y los apesadumbrados rostros de los empleados recibían un alivio capaz de convertirse en la conformidad de un poco de cerdo asado, moro de guandules y algunos dulces para los muchachos, compra limitada por la necesaria provisión de ron para los adultos.

En la década de los años cuarenta del pasado siglo, cuando yo apenas sobrepasaba los doce años de edad, mi padre presentó en la portada de su revista «Cosmopolita» un dibujo suyo que me hizo brotar lágrimas. Tenía un gran título: «Navidad obscura que se aclara». Se veía una familia, una mujer y dos niños asomados a las dos ventanas de la humilde vivienda, diciendo alborozados: «Ahí viene papá con un paquete».

Tengo mis sospechas -débiles y sin agarre alguno- de que papá no se preparaba para las Navidades, que lo atrapaban de repente, contra su voluntad.

– Mañana es Nochebuena.

– Qué vaina! Uno sin cuartos para esta gente!

Pero salíamos a buscar cobros de anuncios, a solicitar préstamos a como fuera, a movernos tristes en un coche de caballos por la ciudad aplastada, como el país, por la reciedumbre del Generalísimo.

Ocurrió alguna vez, que no quedaba nada de dinero para nosotros, y el 24 de diciembre, a las siete de la noche, me decidí a solicitar un crédito en la pulpería que estaba en la esquina frente a la Iglesia del Carmen, única abierta en la zona. El español, dueño o encargado, apenas me dejó hablar.

– Llévate todo lo que necesites, chaval!

Y salí con una caja de bombones, unos paquetes de pan de fruta, lerenes y manicongos, una telera y una botella de vino «Pico Plata». Cómo olvidarlo!

A tales horas de ese día, las estanterías estaban casi vacías. Aquel hombre, cuyo nombre nunca supe, leyó en mi rostro las blandas y púdicas carencias que llevaba encima y las acogió.

Cuando, a mediados de enero, fuí a pagarle, dijo no recordar deuda alguna.

Yo salí llorando.

Tal vez sea el espíritu de la Navidad.

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