Jardiel Poncela divirtió generaciones con su ocurrente obra “Pero ¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?”; muy al caso cuando diferentes actores de primer nivel hablan de pérdida de valores y de restablecer la confianza en las instituciones.
Estos actores procuran, supuestamente, crear esperanza para sí y para sus conciudadanos; sólo, que apelando a valores suspendidos en el éter estratosférico, más bien, “colgados de la brocha”, como advirtió un demente; confiando en la providencia capitalista cuyo proyecto de globalización requiere, supuestamente, de la total y absoluta transparencia de los negocios de los estados y los diferentes sectores económicos, como requisito para sus planes expansivos.
El caso parece quimérico. Las demandas por transparencia del capitalismo internacional difícilmente pasarán de los sectores modernos, esto es, del sector formal de la economía y los organismos o “instituciones” del Estado que sirvan a dicha regularización. La marginalidad, la pobreza y los negocios informales probablemente seguirán creciendo, distanciándose y aumentando su brecha con respecto al sector formal y moderno. Este hecho es el espejo de lo que suele ocurrir en países en los que la modernización, lejos de significar desarrollo (para todos), puede convertirse en una causa principal del aumento de la desigualdad y la tercermundización.
Los valores, cuando las autoridades son ilegítimas o ineficientes, no logran nada más que acuerdos precarios entre apostadores más o menos iguales (Adam Smith), en un juego sistémico en el que todos tienen expectativas de ganar. Cuando el juego social es del tipo “pocos ganan y muchos pierden”, no hay valores comunes que funcionen. Valores y metas institucionales tienen que ser asimilados e internalizados por los ciudadanos. No puede haber recuperación de una confianza que nunca existió respecto a tales “instituciones”. Se trata de un mito elitista sin base popular, sin la cual no se producen los mitos legitimadores. Nuestras instituciones rara vez o nunca fueron tales; o lo fueron para “la sociedad” colonial y sus herederos y beneficiarios. El pueblo nunca fue propiamente miembro de ese estado extranjero o extranjerizante, impuesto sobre los aborígenes y de un criollaje de paternidades precariamente verificadas; un Estado basado en el robo total y absoluto de la propiedad territorial de los aborígenes, y la destrucción de sistemas sociales y culturales de nativos y africanos. Así, el mestizaje criollo, tempranamente colocado afuera del estado-sociedad, nunca internalizó propiamente sus valores e instituciones. Los más favorecidos llegaban a ser de “segunda clase”, adoptando roles y estatus ambiguos, conformando clases medias conductualmente ambiguas y acomodaticias. El criollo, en general, auto-definiéndose como infra-ciudadano, marginal, aplastado, mayormente enajenado del Estado-sociedad, desarrolló vocación por el abuso de la propiedad pública, en actitud irresponsable y de pillaje. De ahí, el pesimismo, el tigueraje, y la ausencia de instituciones fuertes; con aparentes excepciones durante determinados regímenes, y solamente en organismos del Estado temidos o respetados, como los de recaudación y los de la fuerza pública.
Cambiar estos hechos y heredades requiere partir de un intento serio por entender nuestra realidad nacional; en el contexto de poderes e intereses políticos y económicos, locales e internacionales.