Confundir caos con gozo

<p>Confundir caos con gozo</p>

CARMEN IMBERT BRUGAL
Democracia no es que el sargento y el capitán ingieran bebidas alcohólicas cuando deben estar pendientes de la seguridad pública. Democracia no es que un agente de la Autoridad Metropolitana de Transporte -AMET- inste a violar las reglas de tránsito. Democracia no es que la multitud amedrente la autoridad y el representante de la misma diga: aquí estamos gozando todos.

Cuál será la percepción del deber que tienen los agentes de la Policía Nacional? ¿Será proporcional a la percepción que tiene la ciudadanía de la seguridad, ligada, irremisiblemente, a la represión o al relajo? La desprotección colectiva existe, en tanto y en cuanto el estado de derecho está ausente. Y a nadie le importa. Los estudios especializados, las investigaciones sesudas, ratifican, una y otra vez, la fascinación por el autoritarismo, por la mano dura, que tiene la mayoría de la población. Sin embargo, confundir orden con violencia es un error con consecuencias nefastas. Para nosotros un credo. La historia de la violencia comienza en la familia, continúa en la escuela y su culminación está en la asunción estatal de la represión. Es la derrota. Por eso el desconcierto público solicita muerte porque, definitivamente, desconfía de los disuasivos que la democracia está obligada a proveer para evitar o enmendar los efectos de la infracción.

Caos no es libertad, igualdad no es irresponsabilidad oficial. Pero ¿cómo puede aprenderse? ¿Adónde enseñan a respetar las leyes y a delimitar los derechos ciudadanos? ¿Saben los agentes policiales cuál es el límite de su poder o cuando sus prerrogativas son indelegables? Entre el abuso de autoridad y la incompetencia para garantizar el orden, media una cerveza o el sonido de un merengue. Entre el entusiasmo y la desobediencia, la solución es el disparo.

El domingo pasado, por ejemplo, la avenida más extensa y hermosa de la isla, símbolo de la diversión masiva, sirvió para demostrar el desamparo de la población cuando pretende recrearse sin exigir acción oficial alguna. Tal vez porque ignora deberes y derechos, porque no teme, y a fuer de abandono, se acostumbra a transitar por vías sin ninguna garantía. La multitud reía, bebía, cantaba, bailaba. El mar regalaba olas y azul. La camaradería coyuntural permitía conversaciones, brindis, comentarios… “Míralo, ahí viene.”

“Ese muchacho es el diablo.” “Mentira, no es él. Ahí no nada nadie.” La osadía de Marcos Díaz Domínguez permitió que una representación importante de la población urbana, ocupara paradores, arrecifes, quioscos, esquinas, aceras…

“Ese es un peje. Ahí no hay droga, ahí hay pulmones”.

La emoción crecía, el delfín se acercaba a la meta. Decidió nadar 50 kilómetros. Comenzó su proeza a las 8 de la mañana y el reloj anunciaba las 7 de la noche. El sol se escondió.

Comenzó el éxodo apresurado hacia las inmediaciones del lugar preparado para la recepción del atleta. Una tarima, funcionarios y sus vehículos, bulla, mucha bulla. La multitud caminaba a tientas, no había una sola bombilla encendida. Lúgubre el panorama. Los automóviles no respetaban los peatones. El gentío se adueñó del espacio sin control y con riesgo. Ningún policía era capaz, ni estaba dispuesto a la acción. Cerca de la meta el caos aumentaba. Nadie pudo evitar que la horda interfiera cuando Marcos salió a la playa. La primera dama de la República hubo de abandonar el escenario. Su caravana atravesó vítores y agravios, sin ninguna medida de protección.

Si dejamos atrás los discursos, la cibernética, las salas climatizadas, las promesas de inserción en el mundo. Si nos olvidamos de los vehículos de colección, de los jacuzzis, los viajes, la degustación de vinos, los desfiles de moda, los centros comerciales. Si guardamos por un momento las cifras que avalan el crecimiento, las promesas, la regalía y decidimos ver, escuchar, sentir, sin intermediaciones, sin montajes, ¿cuál sería el saldo, la conclusión? ¿Qué ocurre con la ciudadanía? ¿Cómo se desarrolla la vida cotidiana en cualquier provincia, municipio o paraje dominicano? ¿Ignoramos o admitimos la convivencia del retrete y la avioneta privada, del láser y la lámpara de gas, de la incapacidad para comunicarse de un porcentaje inmenso de la población y la sofisticada y necesaria existencia de políglotas, algunos de pacotilla, como aquellos que saben decir “no hay problema” en cinco idiomas? ¿Ignoramos o admitimos la confusión entre represión e imperio de la ley, entre la impunidad de los infractores con estatus y el reclamo de muerte para el ladrón de teléfonos móviles? ¿Ignoramos o admitimos que pobres y ricos, sencillamente desprecian la posibilidad de obtemperar los reclamos de cualquier encargado de mantener el orden público y aceptan y provocan la solución del revólver? Cuando el Presidente de la República admitió, el 16 de agosto del 2004, que el país debía cambiar, reconocía, de alguna manera, el crónico malestar nacional. Recordemos por enésima ocasión aquellas palabras. “La República Dominicana no puede seguir como va. No puede seguir con la inseguridad ciudadana. Con el tráfico de influencias. Con el clientelismo. Con el enriquecimiento ilícito. Con el abuso de poder. Con el irrespeto. En fin, con la falta de seriedad en todo…”

Hay una luz roja encendida, a pesar de la crisis en el suministro de energía eléctrica. Alguien debe percatarse y actuar en consecuencia. El caos no acecha. Está. Confundirlo con el gozo es alarmante.

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