Este es el título de una colaboración de mi primo Luis Silié Carlo, publicada en Barcelona donde reside, a raíz de esta pandemia mundial que nos azota. Prometí comentarla y como lo prometido es deuda y ella constituye la razón del ¨conversatorio¨ de hoy con mis amables lectores. Él señala: «Todos hemos sentido una sensación de que algo va a suceder, un peligro, un hecho que sobreviene, es esa emoción, no precisamente de cobardía, pero de una activación del mecanismo de supervivencia que se activa dentro de nosotros, que nos dice que tenemos un peligro delante o por venir. Hablamos de una cadena de pensamientos que nos alerta de algo presente o futuro que nos causa incertidumbre porque no visualizamos correctamente su desenlace. A esto mi querido lector se le llama miedo.
Este temor, esa angustia real o imaginaria desencadena una serie de estímulos dentro de nosotros que suceden casi al mismo tiempo, sudoración, aceleración del corazón, respiración rápida, cuerpo tenso, comportamientos impropios de nosotros; ojo, y no siempre se manifiesta en todos por igual. Esta conducta siempre ha existido, mucho antes de la teoría del miedo de Sigmund Freud, animales y humanos son proclives a esta amenaza creada por un sentimiento innato¨.
Coincido con todo lo expresado anteriormente, y veamos nosotros la anatomía del miedo, tomando en cuenta que por más que queramos nuestra valentía se ve frente al movimiento «mermada», por ejemplo, a ante el acercamiento sigiloso de una serpiente, la inquietante oscuridad en un bosque oscuro sin luna, la preocupación por la predicción presente y futura de esta pandemia o el acercamiento sospechoso de un extraño, sea peatón o motorista; todo esto siempre o en la mayoría de las ocasiones nos causará sobresalto. El miedo es una reacción natural que sirve para mantenernos alerta ante cualquier peligro y prepararnos fisiológicamente por si es necesario hacerle frente. Es una emoción básica de sobrevivencia, resultado de la evolución, pues nuestros ancestros lo desarrollaron hace millones de años como una reacción instintiva frente a los riesgos primitivos.
El estímulo de amenaza es recibido por el cerebro y este, en fracciones de segundos, desencadena una respuesta física mediante el sistema nervioso (sistemas nervioso autónomo y endocrino), liberando hormonas del estrés como el cortisol y la adrenalina. Entonces, posterior a ello se inicia una cascada de eventos: el ritmo cardíaco se acelera para proveer más sangre al cerebro para incrementar el estado de alerta y hacernos más lúcidos en la toma de decisiones rápidas. A su vez la presión sanguínea se eleva, con el fin de enviar más sangre a los músculos y tenerlos listos para la acción de si enfrentar o huir (por estímulo de las glándulas suprarrenales), las pupilas se dilatan permitiendo la entrada de más luz y así mejorar la visión; la respiración se agita porque los pulmones toman más oxigeno; la piel suda para acelerar la pérdida de calor; el hígado libera azúcar extra por si el cuerpo requiere mayor energía. Las glándulas hormonales segregan adrenalina como combustible.
Todos hemos experimentado las experiencias del miedo, desde la chancleta materna (la gran psicóloga, correctora de la infancia), los exámenes, las alturas, animales, etc., y ahora el coronavirus. Si toda esa cascada hormonal se mantiene resistida por un tiempo, por ejemplo, en el caso del estrés sostenido nos dañará: el corazón, nos hará hipertensos, diabéticos, con alteraciones digestivas, músculos tensos, decaimientos, envejecimiento, cansancios, derrames (ACV), estados de ansiedad, de pánico y depresión. Esto es correcto cuando hay un estímulo de riesgo momentáneo, pero ¿qué pasa cuando nuestros miedos son persistentes y desde el interior del propio cerebro? Si hoy a todos nos hacen un examen de sangre para valorar el miedo o nos examinan la amígdala cerebral (almendra profunda del sistema límbico) que es la estación central del miedo, notaremos que está trabajando permanentemente a su máximo, es decir, que al momento estamos siendo regidos de manera consciente o no por la biología del miedo. Vivir constantemente estresado, bajo el influjo de los procesos moleculares del miedo es nocivo. Evitemos el pánico, tiene un impacto negativo sobre la esperanza de vida, la salud y la felicidad de las personas, mata las células, entre ellas las neuronas. Luchemos por ser felices, sabemos que vamos a salir airosos de esta pandemia. No nos arredremos ante el ígneo bramar de este espinudo virus, sabemos que muy pronto desaparecerán los días grises de pavor espeso y llegaremos airosos al fastigio. ¡Y bien sabemos que volverán los encuentros, las tertulias, los abrazos y los besos!