¿Qué es la verdad?
Con esa pregunta pretendió Pilato extraer del divino Maestro, respuestas que ya Jesús había dado sobre ese concepto, afirmando “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Él se definió a sí mismo como la verdad.
La mentirá nunca llegará a ser verdad, como decía el profesor Juan Bosch: “Una mentira dicha muchas veces, seguirá siendo una mentira”.
El Papa Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendor nos hace interpretar la verdad como “poder”. Es un poder que sobrepasa el carácter antitético respecto a la mentira.
De acuerdo a palabras del mismo Señor Jesucristo el conocimiento de la verdad nos hace libre, y a su vez la libertad es considerada por Jean Paul Sartre como “responsabilidad”, con lo que inferimos la coexistencia analógica de lo verdadero y lo responsable.
A pesar de tener su valor intrínseco, la verdad debe abordarse y defenderse como tal. En una ocasión los discípulos de Charlles Spergeon, recordado como el príncipe de los predicadores ingleses, se acercaron a él para preguntarle por qué razón la gente se detenía a escuchar a los seguidores de otros predicadores falsos y no a ellos que sí predicaban la verdad. Spergeon le respondió: eso sucede por que ustedes predican la verdad como si fuera mentira y ellos predican mentira como si fuera verdad.
El empaque que contenga y transmita la verdad debe tener fondo y forma acorde con su contendido, de ahí la recomendación de San Agustín de Hipona: “No le creas al diablo aunque diga la verdad”. Claro, Satanás es el padre de mentira y quienes le honran reproduciendo sus perversidades, al igual que él también carecen de forma y fondo para ser portadores de la verdad.
Callar la verdad es tan pecaminoso como decir la mentira misma, como estableciera Cicerón: “La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”.