LUIS SCHEKER ORTIZ
Era ese el saludo obligatorio que le dispensaba cada vez que lo visitaba en su hogar o nos encontrábamos en cualquier parte. Me correspondía con una carcajada espléndida. Ambos recreábamos una de sus muchas anécdotas con el Jefe, quizás su preferida, que ponía al desnudo su viva inteligencia y esa rara habilidad de sobrevivencia que desarrollan los náufragos para no perecer.
Me contaba que estando el jefe, encaprichado con unas tierras y queriendo darle como siempre ribete de legitimidad a su voracidad, le llamó a su despacho y le ordenó que procediera a la medición y deslinde de las tierras deseadas y que se pusiera de acuerdo con el director de Presupuesto para su compra o adjudicación.
Realizado el trabajo encomendado, fue a Palacio a darle cuentas al Generalísimo de su gestión acompañado del director del Presupuesto a quien le había confiado el deseo expresado.
Trujillo quería las tierras para si, pero no quería pagarlas con dinero de «su propio peculio personal», y procuraba la manera de que las cosas resultaran limpias como el quería sin que eso le acarreara gastos o molestas implicaciones.
De manera que una vez dadas las explicaciones de lugar y sintiéndose satisfecho, mirando fijamente a don Miguel le espetó con una pregunta, evidentemente capciosa: «Entonces, ¿estamos de acuerdo?» A lo que nuestro personaje, dando prueba de lucidez y desparpajo rápidamente respondió: «Jefe, usted y yo nunca hemos estado en desacuerdo». Al Benefactor le gustó la salida y le sonrió complacido, animándose a sondear el temple del agrimensor esta vez con aparente candidez: «Dargam, si necesita o se le ofrece algo, ¡pídamelo!» Y el agrimensor Miguel A. Dargam, ese hombre bueno y bonachón que sabía por dónde giraba el trompo de la vida, sencillamente contestó, con sapiencia oriental: «Jefe, consérveme siempre en su elevada gracia!»
Dicen que en los pasillos se oyeron las carcajadas con que Trujillo celebró la genial ocurrencia. Y Trujillo, que sabía apreciar a los hombres discretos y de talento, lo complació a su manera: poco después, le llamaría para designarle Secretario de Estado de Obras Públicas, cargo que desempeñó con pulcritud, eficiencia y sobriedad, pasando la difícil prueba.
Así, con austeridad, rigor y disciplina se desempeñó en su vida profesional privada como en todos y cada uno de los numerosos cargos públicos con los que fue honrado y que nunca defraudó, porque creía que el cargo público era para servir y que había que dejarle, en cada actuación, un legado de la decencia a la posteridad ¡Tan sólo eso!
Como agrimensor se jactaba de haber medido y mesurado el país de punta a punta y tener en cada punta un amigo. Celoso cultor de la amistad, apreciaba cada gesto, cada llamada, cada visita dispensada, a lo que correspondía con atenta cordialidad, como atento estaba de cada evento o suceso social, familiar o personal que involucrara sus afectos para dar testimonio y expresar espontáneamente su solidaridad.
Amante de la vida, disfrutaba de sus placeres, y brindaba cada día por ella y por las bondades recibidas, con un largo y renovado trago de whisky que apuraba sin prisa y en amena charla con sus contertulios o antes de la comida, como fue su hábito hasta la edad de 95 años.
Hoy somos nosotros, sus deudos, sus amigos y su familia a la que idolatró y protegió sin límites, los que brindamos por él, más allá de la vida. Los que haciendo suyo su ruego pedimos al Creador para que lo conserve por siempre en su elevada Gracia.