Es del todo conocido el famoso aforismo del Señor Jesús: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Esta respuesta del maestro ha dicho presente para que creyentes de todos los tiempos reflexionemos sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado. Con la misma el Señor quiso significar que se debía pagar el odioso impuesto al imperio romano, pero que la obediencia absoluta tenía que ser al Padre, quien es el soberano de todo cuanto existe y demanda nuestra adoración.
Un análisis en el tiempo nos lleva al Edicto de Milán en el año 313, decretado por Constantino I el Grande, en el cual se establece la libertad de religión en el imperio romano, con lo que se pone fin a las persecuciones a los cristianos. El mismo trajo como consecuencia cambios dentro del imperio y al mismo tiempo contribuyó a la expansión del cristianismo.
Más adelante, en el siglo 16, con la reforma radical protestante, es decir, anabaptistas, bautistas y cuáqueros, enfatizaron la necesidad de mantener la separación de las autoridades espirituales. El Estado está llamado a ejercer su poder sobre el orden temporal, mientras que la Iglesia es la comunión, el sacerdocio de todos los creyentes que responden al evangelio del amor de Dios.
Es bueno precisar que el Estado moderno debe intervenir en el campo religioso, solamente en el aspecto externo y formal con el propósito de que las religiones puedan desarrollar sus actividades libres y espontáneamente, así como también fomentar iniciativas que sin lugar a dudas favorecen los valores del ser humano, tal es el caso de la Ley que establece la obligación de la lectura e instrucción de la Biblia en las escuelas públicas y privadas del país.
La doctrina cristiana supone que los estados y las iglesias, respectivamente, tienen papeles fundamentales, pero claramente diferentes, en la formación de la sociedad. Aclara, que la Iglesia está llamada a trabajar en la conciencia de las personas, de tal manera que contribuya a que se desarrolle en la vida de los ciudadanos un espíritu de justicia que se reproduzca en toda la nación.
La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar una sociedad acorde a sus funciones, es decir, tratar de instaurar el Reino de Dios en la tierra, tener una teocracia, como existía en el antiguo Israel, antes de la era de los reyes. No puede y no debe sustituir al Estado, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe interesarse por todos los `problemas, el aquí y ahora de este mundo. Por lo que está llamada a cumplir en todo el tiempo su rol de llevar a cabo su misión profética.
De igual manera, no puede inmiscuirse en los problemas directos de política. No está llamada a ofrecer soluciones técnicas de la realidad política. Es por ello, que no se ve bien que la Iglesia realice pactos con candidatos políticos, ya que es un terreno que no le compete, como tampoco le compete al Estado intervenir en la organización y vida de la Iglesia.
La función del Estado en materia religiosa es crear un marco jurídico dentro del cual los ciudadanos y los grupos o comunidades religiosas desarrollen con autonomía sus actividades. Esto se traduce en que el ejercicio de la vida religiosa, produzca en la sociedad un bienestar propio de la fidelidad de los hombres a Dios y a sus designios. El resultado no puede ser otro, sino frutos de justicia y paz.