Conspiraciones de descrédito y de muerte

Conspiraciones de descrédito y de muerte

Roma imperial fue espléndida en conspiraciones, envenenamientos y estrangulaciones; gustaban de  acuchillarse y de mandarse a  beber la  cicuta, el tres pasitos pre-cristiano. Se ocupaban, si era necesario, de  desacreditar  a sus adversarios  para  sacarlos del poder o impedirles llegar a él.  

La corona del César  fue gloriosa y fúnebre  en el terrible y  magnífico imperio. Pero  nadie se  pudo  imaginar que  esta República, la  nuestra,   pretendiera  sobrepasarles a aquella  en  peligros y en  intrigas. Pero parece que así ha sido. Anunciar  conspiraciones, complots y conjuras asesinas  es  tan frecuente  aquí como los muertos que aparecen  en las calles. No hay funcionario que se respete que no le haya caído encima   un “contrato para matarlo” o “un plan para desacreditarlo”.

Considerando  que muy  pocos funcionarios civiles han sido ejecutados,  y que aquí el descrédito se lo agencian  ellos con desparpajo y sin ayuda de nadie,  la mayoría de las denuncias   resultan  ser “más espuma que chocolate” y el público sonríe escéptico sin inmutarse.

Ahora bien, si el principal vocero del gobierno anuncia  una conspiración, una trama, para desacreditar la obra y el nombre del Presidente, tenemos que ponerle atención y  esforzarnos para creerle. ¿Acaso no dispone la Presidencia de los servicios de seguridad del Estado, de las compañías privadas de espionaje y de los cientos de “lleva y trae” que pululan por los pasillos de palacio? El asunto  es de alta seguridad  y, de ser cierto, los autores de  la  nefasta acción deben de ser harto conocidos por la Presidencia, disponiendo de tan excelente capacidad investigativa.

No obstante, resulta sospechoso que la trama, la salida a los barrios y  el súbito reconocimiento de las desgracias barriales y las precariedades nacionales- el descubrimiento de la micro-economía- coincidan con las encuestas  inapelables en las que el  Presidente y su gobierno descienden vertiginosamente en las simpatías del pueblo.

Una de las tragedias de la democracia, ya muy bien estudiada, consiste en que el liderato responde en exceso al  sonsonete de las encuestas  y apenas escucha el  concierto de las verdaderas necesidades nacionales. El voto, el ganar, el llegar, es  la única meta; el resto se  lo  inventan a medida que van gobernando  entre negocios y cabildeos.

 El mandatario ha lanzado, desde hace unas semanas,  una “nueva imagen” populista y  en ella  se ocupa  del barrio, reconoce miserias e inaugura obras a diario. De tal magnitud es este  relanzamiento,   que ahora parece  como si tuviéramos  tres candidatos en el circo electoral. Es un intento de derrotar  las encuestas. De estar equivocado, entonces  muy pronto  deberíamos tener a los responsables del descrédito esposados y  frente  a un juez.

A los  que puedan ser  víctimas  de tramas asesinas,  que dupliquen la seguridad, el espesor de los chalecos antibalas y miren a diestra y siniestra en busca de  los sicarios, sin dejar de  hurgar  hasta encontrar el artefacto explosivo. Para  los que  temen  las falacias  del descrédito  el remedio es más sencillo: acreditarse y buscar prestigio.

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