Constitución y escraches

Constitución y escraches

El escrache llegó al país. Para muchos es cosa de chercha pero, en realidad, se trata de una cosa muy seria. Como bien expresa Roberto Gargarella, constitucionalista cuyas credenciales como defensor de la protesta como el “primer derecho” de las personas nadie puede poner en duda, “no hay nada que celebrar cuando los funcionarios públicos comienzan a ser víctimas de ‘escraches’ o abucheos en la vía pública”, lo cual es “síntoma de que los asuntos públicos no están bien, y de que el malhumor comienza a tomar el corazón del pueblo”, afectando, además, “dolorosamente a las familias de los que son repudiados, con toda la tristeza que eso conlleva”.

Ahora bien, y más allá de la eventual ilicitud penal de ciertos escraches, principalmente cuando están dirigidos contra la autoridad jurisdiccional, lo cual nos remite a la cuestión de la legitimidad constitucional de la “criminalización de la protesta social”, ¿protege la Constitución este tipo de manifestación? En principio, los escraches son una expresión del derecho de reunión, el cual, a su vez, tal como estableció el Tribunal Constitucional español, es “una manifestación colectiva de la libertad de expresión efectuada a través de una asociación transitoria de personas que opera de manera instrumental al servicio del intercambio o exposición de ideas, de defensa de intereses o de publicidad de problemas y reivindicaciones” (STC 85/1988). La Constitución exige, sin embargo, ciertos recaudos: (i) la licitud de los fines de la reunión – en el sentido estricto de que están prohibidas las reuniones cuyo fin es atentar contra el orden democrático y constitucional, lo cual no significa que no sea válido reunirse y protestar contra leyes, normas, actos administrativos y resoluciones jurisdiccionales-; (ii) el carácter pacífico de la misma -por lo que pueden prohibirse manifestaciones públicas cuando pudieran ejercitarse violencias físicas contra terceros o se producen desórdenes materiales en el lugar de tránsito afectado que impidan la normal convivencia ciudadana en aspectos que afectan la integridad física o moral de personas o a la integridad de bienes públicos o privados; y (iii) su carácter temporal -por lo que el derecho de reunión no cubre las acampadas permanentes.

La ley no exige pedir autorización para las manifestaciones pero sí comunicar previamente su realización. Esta comunicación previa al Ministro de Interior y Policía, exigida por la Ley 5578 del 19 de julio de 1962, tiene como finalidad exclusiva que las autoridades policiales protejan a los manifestantes y eviten “que se produzcan manifestaciones callejeras u otras alteraciones del orden” (artículo 3). Así lo reconoce la mejor doctrina, encabezada precursoramente por la madre y maestra del nuevo Derecho Administrativo dominicano, Rosina de la Cruz de Alvarado.

Estoy convencido, sin embargo, de que el escrache realizado en el domicilio del funcionario público es manifiestamente inconstitucional. Como bien establece en la Sentencia 219/2013 la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, el escrache ante la vivienda de un funcionario es una intromisión constitucionalmente inadmisible en la inviolabilidad del domicilio y en la intimidad personal, en tanto que ni es necesaria ni es proporcionada para alcanzar el fin legítimo de la manifestación. Y es que “no es necesaria, puesto que para que el mensaje que se pretende transmitir llegue a un representante político existen lugares alternativos, distintos de su domicilio particular, e igualmente operativos para que alcance repercusión en la opinión pública, en los medios de comunicación, y a los representantes políticos a los que más directamente se dirige; y resulta injustificado cuando se programa el domicilio particular, como lugar de concentración, con la finalidad de presionar la voluntad del representante político, precisamente mediante la injerencia en su ámbito más íntimo y personal”.

Pero, al margen del encuadramiento jurídico-constitucional del escrache, es innegable que el escrache, en especial ante el domicilio del afectado y/o cuando es acompañado de violencias, insultos o daños materiales, es censurable. No por azar el Diccionario de la Real Academia Española define escrachar como “romper, destruir, aplastar”. No por casualidad tampoco el primer escrache registrado por escrito en la historia es el de la mujer adúltera a quien Jesus salvó de ser apedreada por una multitud enfurecida por su pecado. Y no es de extrañar mucho menos que las “brujas” en la Edad Moderna; los antitrujillistas y los desafectos al régimen de Trujillo; los judíos, los homosexuales, las lesbianas, los mendigos y los gitanos en la Alemania de Hitler; las francesas, belgas, italianas y otras mujeres europeas que tuvieron relación afectiva o comercio carnal con los ocupantes nazis; los republicanos en la España de Franco; y los “gusanos” cubanos que huyeron del “paraíso” de Castro al “infierno yanqui” sufrieran escraches organizados o “espontáneos” o ambas penas a la vez. Aunque no está escrita la “teoría política de la indignación” y su diferencia con la “teoría política del resentimiento”, el escrache, al focalizarse en una víctima a la que se considera culpable y no en las causas sociales de la injusticia, es obvio que está más cerca de los “bancos de ira” de Peter Sloterdijk que de la legítima insurrección pacífica de los indignados de Stephane Hessel.

 

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