Continuando con lo religioso y la religiosidad

Continuando con lo religioso y la religiosidad

Hace ya bastantes años, en artículos publicados en el “Listín Diario”, manifestaba la diversidad de sensaciones que me producían nuestras iglesias católicas alrededor del mundo. Por ejemplo, casi me enfadaba la iglesia de La Magdalena en París, en razón de sus mármoles exquisitos y por esa fuerza griega sin contactos con la humildad de Jesucristo, de su madre, su entorno y sus verdades.

Me dirán, con razón, que fue una inteligente utilización de un espléndido monumento levantado dentro de estéticas clásicas, sin nada que ver con Jesús o María Magdalena… sí… pero no me ha parecido algo consecuente con la humildad cristiana y las esencias de sus enseñanzas, viniendo a ser hijas del poderío económico que se manifiesta en obras de gran costo.

Pueden ser, sin embargo, la expresión de un criterio de amor y respeto. Así sucede en nuestra admirable Basílica de Higüey, dedicada a la Virgen de La Altagracia y promovida y realizada con tal intención de fe y humildad que traslada su impacto, desde las magnitudes de manos unidas en sublime oración, realizadas en cemento “a vista”, hasta una extraña vibración de verdadera fe, sencilla y honesta.

Siempre he buscado la intención… la vibración espiritual de quienes trabajaron en esos templos. En Reims, por ejemplo, magníficos vitrales pagados por el sudor laborioso y las escaseces de los panaderos de la región y otros artesanos pobres, son testimonio de verdadera fe.

Incluso en zonas pecaminosas de Nueva York, donde se supone que reina el materialismo, he sentido vivo el poder del sentimiento religioso. Fue allí que sentí que la vibración de fe y humildad de un sacerdote que hizo trepidar la estructura de la Catedral de San Patricio, en la Quinta Avenida, mientras rezaba el Padrenuestro con una convicción cargada de ternura y respeto.

Pero la fe es un don extraño. Es un regalo que puede perderse, porque no se trata de un intercambio comercial.

Incluso muchos papas creyeron –al parecer– lo contrario. Hasta no muy lejos.

Hasta el Quattrocento (el siglo 15 italiano) la iglesia es, efectivamente, un gobierno. El poderío espiritual se ha esfumado. La grandeza primitiva a la cual la habían llevado un Gregorio el Grande, un Inocencio III o un Bonifacio VIII ha caído al suelo y Roma puede lanzar desolada aquel lamento del siglo XIV: “Dov’è mo Pietro mon primo marito/ O Silvestro, o Gregorio, o bon Clemente/ Dov’è Urban e quei che l’an seguito?” (¿Dónde está ahora Pedro, mi primer marido, o Silvestre, o Gregorio o el buen Clemente, o Urbano y quienes les siguieron?).

En 1303 el papa Bonifacio VIII fue abofeteado en la localidad de Anagni por el canciller francés Nogaret por no querer someterse a las imposiciones del rey Felipe el Hermoso (no es el de Isabel de Castilla).

La historia de lo que vino después no es menos lamentable.

Hoy tenemos la felicidad de un papa Francisco, capaz de arriesgarse en aras de lo verdadero, de esforzarse en defender con honestidad sus creencias, de ser humilde y valiente.

De servir con integridad.

Con una integridad inusitada que mantiene su interés en los valores cristianos, que no son de oro, mármol, pórfido y suntuosos atuendos.

Son de un corazón abierto a la piedad.

Al dolor de los que sufren.

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