Continuidad del tiempo

Continuidad del tiempo

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Pegados unos de otros, como interminable línea de niños tomados de las manos, van moviéndose homogéneamente los minutos. Nosotros, inmóviles en un lugar del tiempo, el presente, vemos esta línea que se pierde delante y detrás nuestro -en lo futuro y lo pasado- y no podemos distinguir los rostros de los minutos que aún faltan por pasar, y saber si son ellos desagradables o placenteros, si ásperos o suaves, si amargos o dulces. Apenas si, desligados por el contacto con nuestras pasiones y vivencias, podemos recordar la verdadera faz de los minutos ya desdibujados en lo pasado.

Y nos preguntamos con las palabras de San Agustín ¿Quid ergo est tempus? ¿Qué es el tiempo? El santo se respondía a sí mismo: “Si no me lo preguntan lo sé, si lo quiero explicar no lo sé”. El consideraba el tiempo creación de Dios. Platón lo consideraba obra del Demiurgo, y producido por la incesante energía del alma.

Nosotros, seres humanos pagados como limaduras de hierro al imán del planeta Tierra, que hacemos esfuerzos enormes por alcanzar el espacio exterior, poco logramos con nuestra escapadas mentales por el espacio insondable de la elucubración. En ese campo nada hemos adelantado, y, si queremos encontrar fuertes pilares de la sabiduría, aún están firmes las enseñanzas sobre el hombre que heredamos de los siete sabios de la antigua Grecia, cuyas observaciones, comprimidas en breves frases, son siempre actuales.

Más allá razonamiento sobre el hombre, allende las consecuencias de este razonamiento los filósofos se han debatido sin asidero.

Así que el tiempo, sin entrar en las especulaciones posteriores a la teoría de la relatividad -que unió los conceptos de espacio y tiempo- nos resta saber que transcurre continuamente, que no conocemos de su principio o fin, más que el carácter de su continuidad.

La elección de continuidad que nos da el tiempo ha sido parcialmente aprovechada. En gran parte hemos sido obligados a aprovecharla por la invariable longitud de los días y las noches, por la periodicidad con que el cansancio, el sueño, el hambre, la sed, la necesidad de actuar, se presentan.

El hombre descubrió mucho ha, un curioso incremento en la acumulación de beneficios cuando actuaba conforme a su sentido de continuidad sistemática y equidistante. Por ejemplo: hay una mejor acumulación de conocimientos cuando diariamente se designan horas fijas para el estudio, cuando entre cada tiempo de trabajo se establece un espacio de igual longitud.

Cada grupo de horas de estudio, separadas por un espacio similar, producen una línea de continuidad que ofrece espléndidos resultados.

Podría argumentarse que los grandes sabios de la humanidad no han vivido esclavizados a un reloj para establecer una perfecta línea de continuidad en sus estudios. Pero si observamos con cuidado, descubriremos que la gran mayoría obedeció y obedece al impulso de estudiar especialmente en las primeras horas del día, o a media tarde o durante la hora del crepúsculo, tal vez en la alta noche… y recordemos que dentro de nuestro mecanismo existen relojes de alarma que nos despiertan a ciertas horas y que nos empujan a determinadas acciones en determinados momentos.

El hombre que triunfa es quien obedece más a las propias inducciones a trabajo que a las autosugerencias de holganza, en forma que sigue un sentido interno de continuidad.

Naturalmente, ese sentido, en principio, tiene que ser creado, poniendo el hombre en función toda la energía que la determinación y la voluntad pueden mover cuando están empeñadas en “construir” una personalidad.

No hay lugar a dudas con respecto a la intensidad del amor que así mismo tiene el hombre.

Pero hay amores que son destructivos.

Cuántos padres, a causa de un desordenado amor, han hecho de sus hijos seres inseguros y autocompasivos, hasta el punto de ser verdaderos inválidos y eternos mal ajustados al mecanismo social; personas que pasan sus años protestando incomprensión e injusticia.

Cuántos enamorados -novios o esposos- han destruido las posibilidades de ser normalmente felices, por culpa de una secuela de desmedidas concesiones, hechas a nombre del amor, que un día, vistas de pronto en conjunto, resultan insoportables y conducen directamente al desastre.

De igual modo, hay gran peligro en el amor del hombre por sí mismo.

En éste, con su algodonada piedad y sus cómodas concesiones, quien más atenta contra la justa “construcción” del hombre.

Es quien más difícil hace el establecimiento de períodos sistemáticos de trabajo.

Digo de trabajo. No de simulación.

Y aún contra la simulación de trabajo atenta este amor a sí mismo, que dista tanto de lo que llamamos “amor propio” porque este propio amor intenta acciones destructivas contra todo lo que significa, indudablemente, cierto esfuerzo.

Quienes aplastan este sentimiento como se pisa un inmundo insecto, y logran establecer sistemas de continuidad constructiva, esos sacan buen provecho del impasible y enigmático tiempo.

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