Contra el abigeato

Contra el abigeato

Dos amigos me han hablado, con diferencia de pocos días entre una conversación y la otra, del robo de ganado en sus tierras. Uno es criador de pollos y tal vez por tendencias atávicas adquirió algunos ejemplares de ganado lechero de raza holstein. Este se encuentra radicado en la jurisdicción de El Toro, en San Isidro. [tend]Cerca, al noroeste de esta zona, en la carretera hacia Guerra, el otro amigo cría ganado como actividad principal. Ambos sufrieron la visita de cuatreros que, al daño, añadieron la ignorancia.

En la granja de El Toro tres vacas fueron sacrificadas para llevarse las ancas y la barriga. Todo el resto quedó descuartizado en los predios, denunciando la presencia de un tablajero. En la finca de Guerra, ocurrió algo similar con dos toretes y una novilla.

El primero de los amigos lamentaba, más que el robo, la estulticia de los cuatreros. «(Qué valor tiene este ganado lechero, que no sea el producir leche!, me decía. Como ganado de carne vale mucho menos que como productor de leche». El ganadero de Guerra me explicó que los toretes, hijos de un semental cotizado en el mercado productor, eran criados para seguir la trayectoria del padrote. «(Estúpidos!, gritó casi poseído, mientras recordaba la escena.

Y lo peor es que ambos coinciden en que se les hizo poco o ningún caso en el destacamento de la policía de Guerra. Ambos acudieron allí para denunciar este robo. Ambos expresan que la indisposición o la negligencia caracterizan a los agentes que reciben querellas o denuncias por robos en esas comunidades.

Por supuesto, en medio de las conversaciones con el Fondo Monetario Internacional, la falta de gas o la crisis de los apagones, el robo de tres o cuatro vaquitas es intrascendente. Pero el propietario agropecuario tiene un horizonte distinto al que atonta y distrae a la gente de ciudad. Sensible a la insensibilidad de quienes nos desempeñamos en las ciudades, tienden a disminuir sus esfuerzos productivos.

Y no es fenómeno de nuestros días. Viajeros del ayer como William Walton, David Dixon Porter y Samuel Hazard encontraron esta actitud en sus recorridos por el país. Porter habla de familias que luego fueron importantes, que se retrajeron en sus esfuerzos productivos para evitar la predación de los revolucionarios de conchoprimo. Y lo mismo escribieron los otros visitantes que recorrieron inexistentes veredas acompañados de recueros locales.

Me contó Bolívar Belliard Sarubi que Rafael L. Trujillo ordenó el corte de 1937 la famosa matanza de haitianos para combatir el robo a los productores de la frontera. El era el telegrafista de puesto en Dajabón el día en que Trujillo dio la orden, y conforme refería, lo dispuso tras escuchar las quejas de agricultores y ganaderos de la región.

Se encontraba en una de las famosas revistas cívicas que organizaba, y por medio de las cuales estimulaba a las gentes a inclinarse al trabajo agropecuario. En el club social de Dajabón, en donde tenía lugar aquella reunión, escuchó una y otra vez que los sementales o las vacas madres que había repartido el gobierno, habían sido robadas por haitianos. Incómodo, contaba Belliard Sarubi, se puso de pie en un instante, y señaló que se había quejado varias veces al gobierno del vecino país. Pero ya no se quejaría más.

Seguido de la multitud, se encaminó al puesto de correos y telégrafos, y cuando Bolívar, entonces un mocetón telegrafista, adivinó su intención, se apresuró delante de la comitiva para abrirle la puerta. En vida, Bolívar recitaba una por una las palabras dictadas por Trujillo. No las recuerdo, pues nunca se me antojó anotarlas o grabarlas cuando lo oía. Pero las mismas sintetizaban el encono por el poco caso puesto por las autoridades del vecino Estado, a las quejas del Gobierno Dominicano.

Una sola fue la orden, transmitida en cadena a todos los comandantes de los puestos y fortalezas del ejército en la frontera. Y en lo adelante, el dominicano pudo trabajar tranquilo. Aquello costó mucho a la imagen del régimen, y hoy, cuando se enseña en las escuelas con las vivencias del presente, se obvian circunstancias y realidades de un pasado que no comprendemos.

Es necesario sentarse en las mismas sillas de mis amigos de Guerra y El Toro para entender el malestar que sienten estos hombres de trabajo al perder medios de vida y producción. Y sobre todo, hay que ponerse su calzado para entender el desconcierto y la frustración que sienten al contemplar que, en vez de contar con ayuda para perseguir a los cuatreros, sólo cuentan con la indiferencia. Y al hacer común este sentimiento, entonces, además, resulta más fácil hallarle sentido al relato que nos hacía Bolívar Belliard Sarubi.

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