Contracanto a Yelidá

Contracanto a Yelidá

DIÓGENES VALDEZ
El auténtico contracanto a Yelidá, poema épico de la autoría de Tomás Hernández Franco es una historia verdadera y acontece en aquellas regiones boreales en donde el poeta ubica el nacimiento de Erick, su héroe.

Conozco la historia a cabalidad, mucho antes de que Volia Brandon, mi guía moscovita de origen brasileño, con esa picardía que se adquiere con los años, me la relatara con matices diferentes, y es la siguiente: una noble y aristocrática dama rusa, por uno de esos pequeños pecados de orgullo que cometen las mujeres cuando se saben hermosas, causó un gran disgusto al Tsar de todas las Rusias, y éste como forma de descargar su enojo, la ofreció como carnada a un esclavo africano que vivía en palacio, para que aquél saciara sus instinto carnales.

Aquello debió parecerle al Tsar –palabra que proviene de «César» y que en idioma ruso significa «rey»–, la mayor de las humillaciones, especialmente en un país en donde muchos blancos todavía eran esclavos de los blancos. De aquella cópula involuntaria nació un niño que, con el andar del tiempo, habría de convertirse en el más importante poeta ruso: Alexander Pushkin.

Para el negro, aquella debió ser una magnífica oportunidad para vengar humillaciones sufridas, montándose encima de una mujer blanca y por demás, de la aristocracia. Existen las similitudes entre la vida real de Pushkin y la imaginación que se narra en Yelidá.

En el poema de Hernández Franco, ésta es hija de un blanco y una negra haitiana.

Pushkin es producto del ayuntamiento carnal entre una blanca rusa y un negro africano. En el poema del dominicano la relación sexual entre madam Suquí y Erick es producto del deseo y la voluntad de ambos. En el drama real del gran poeta ruso ésta es un castigo. De la relación poética nace una niña (Yelidá), de la segunda, un varón (Alexander), que será un escritor de tan alta dimensión, que todavía hoy se considera el poeta nacional de su patria.

En la obra de Hernández Franco hay la intervención de los dioses noruegos, que quieren impedir que aquella gota de sangre negra que corre por las venas de Yelidá siga propagándose, y las deidades del Africa ancestral que salen al encuentro de aquellos dioses hiperbóreos que, antes que nada, desean la muerte de la mulata, sin poder conseguirlo puesto que pierden la batalla frente a las deidades negras.

En la vida de Alexander Pushkin no hay intervención de fuerzas sobrenaturales en la conducción de su destino, pero parece que las mismas potencias presentes en Yelidá gestionan un segundo enfrentamiento. Es posible que los dioses nórdicos deseen que la sangre negra que circula en las venas de Pushkin no continúe mezclándose con otras sangres y por eso urden una tragedia. Y la tragedia ocurre en una tarde peterburguesa, cuando por cuestiones triviales se suscita una discusión entre un diplomático francés y quien es una reconocido como un gran poeta: Alexander Pushkin. Las palabras entre ambos suben de tono y no queda otra salida que lavar la honra a través de un duelo. Pushkin cae herido y al día siguiente muere. Los dioses blancos han eliminado al mestizo. El mulato muere sin dejar descendencia.

Los dioses blancos han triunfado esta vez. En otra oportunidad será el desquite.

Sobre la calle Gorki, en una pequeña placita frente al cine Moskova, al lado del edificio del periódico Pravda, está la estatua de Pushkin. Mirando aquellos labios gruesos, aquella nariz poco atrevida y sobre todo, aquel pelo rizado, casi crespo, no queda ninguna duda de que a través del frío bronce, aquellos ojos hablan de desiertos lejanos, de selvas umbrosas repletas de animales exóticos, pero más que nada, hablan de las penurias y sufrimientos de una raza que sufrió en carne propia el flagelo de la esclavitud.

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