Desde mis días de infancia me sentí atraído por la literatura, pero tuve la desdicha de no encontrar en esa etapa libros en mi modesto hogar.
Esto se debió en parte a que mi padre, por sus bajos ingresos de empleado privado, y su afición a los placeres mundanales, apenas podía cumplir las necesidades primarias de su numerosa familia.
Por eso tomaba prestados libros que encontraba en casas vecinas, los cuales devolvía desde que terminaba su lectura.
La situación económica nuestra comenzó a mejorar en el año 1952, cuando mi progenitor instaló un negocio de lavandería en el sector de Villa Consuelo.
Con los escasos pesos que me daba los fines de semana compraba libros, que devoraba con fruición.
Tuve la suerte de que cerca de mi casa fuera instalada una biblioteca pública circulante, cuyos volúmenes tomaba prestados de forma regular.
Y como el vocabulario del asiduo lector se enriquece paulatinamente, tuve varios contratiempos debido a esa circunstancia.
Una mañana en mi casa no estaba llegando el agua del acueducto, y mi padre me envió a la oficina más cercana a reportar el percance.
Cuando hablé con el empleado que me atendió, le dije que en tal dirección parecía que los tubos conductores del agua estaban obstruidos.
Como pasado el mediodía no habían ido a corregir la situación, papá me preguntó sobre la forma en que había descrito el problema, y al repetírsela, levantó los brazos, y exclamó:
– Seguramente no te entendieron; vuelve allá y di solamente que aquí no hay agua, que estamos tapados.
Quizás el hecho fue casual, pero una hora después de mi segunda visita, empleados del acueducto corrigieron la obstrucción.
Una noche dominical, mi padre compartía tragos con un planchador de su lavandería en una barra cercana, y al experimentar la elevación de su jumo, pagó la cuenta y se marchó apresuradamente hacia su casa.
Contaba con unos dieciocho años de edad, cuando me enamoré de una muchacha de carácter alegre, ligeramente coqueta y buena bailadora.
Fue precisamente danzando un bolero que le declaré lo que sentía por ella, y parece que usé un discurso con palabras de escaso uso.
-Solamente hablo español, por lo que te agradeceré que me digas las cosas en ese idioma- respondió mi pretendida, haciendo menos estrecho el abrazo.
No creo que haya que señalar que mi desencanto, y su rechazo tácito, fueron simultáneos.