Conversación en la terminal

Conversación en la terminal

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Papá, adónde van los tiranos después que son derrocados? ¿Van al infierno, a la cárcel? Me ha contado Tadeusz que esto preguntaba el hijo de nuestro común amigo Kazimierz. El padre contestaba; – no, mi hijo, van directamente donde otros tiranos; buscan refugio en países que les dan asilo diplomático. Así ocurre en las nuevas naciones desordenadas de Hispanoamérica.

En Europa se les concede una “visa especial de residencia temporal renovable”. – ¿Por qué hacen eso? ¿No los juzgan los tribunales? ¿El dinero que roban, dónde va a parar? – Hijo mío, soy tu padre, no quiero engañarte; eres muy joven y no puedes entender aún de “álgebra política” o de “lógica económica”. Los tiranos se defienden entre sí; con frecuencia ellos organizan “empresas mutualistas” similares a las cooperativas. Sospechan que alguna vez podrían necesitarse. Parece una forma de “afinidad electiva”, como decían los primeros románticos. Pero no solamente existen tratos entre tiranos. También hay arreglos políticos entre gobiernos despóticos y gobiernos democráticos.

Creo que tenía razón Kazimierz. Ahora mismo, el año pasado, el general Pinochet abandonó el poder después de un referendo.

¿Dónde está hoy? En realidad, bien protegido por el ejército chileno, por el gobierno de los Estados Unidos y la corona inglesa. Los tiranos acumulan grandes fortunas robando dineros de las cajas del Estado. Otros gobernantes conciben el deseo de arrebatarles parte de esa riqueza a cambio de alojamiento seguro. Sobre todo si estos gobernantes controlan a la policía, a los editores de periódicos, a los jueces. Los dictadores, casi siempre, explotan a los tiranos derrocados que huyen de su país. Los extorsionan cuando surgen persecuciones internacionales. El dinero se queda en los bancos. A los jerarcas de las finanzas no les interesa la procedencia del dinero. Les importa, en primer lugar, el beneficio que puede obtenerse con la inversión de ese dinero. El “secreto bancario” es una fórmula que protege a la vez a los ladrones y a los banqueros.

¿Será cierto que Kazimierz haya dicho estas cosas a su hijo pequeño? Era un jovencito inteligente, precozmente desarrollado. Jugaba al ajedrez con un maestro internacional llamado Tiechmuller. Participó en varios torneos de ajedrez, en Varsovia, en Budapest. Sin duda era un niño excepcional. Pero, ya sabes, Kazimierz no tenía pelos en la lengua. El día del gran tiroteo mataron al niño; fue en verdad un accidente; la bala le dio en la cabeza por mala suerte. Los soldados reprimían a un montón de manifestantes en una calle próxima a la casa de Kazimierz. El niño montaba en ese momento una bicicleta a diez metros de la puerta de su hogar. Por estar subido en la bicicleta le pudo alcanzar la bala. De haber estado en pie no habría recibido ningún impacto. Los padres, por supuesto, quedaron deshechos y no se han consolado nunca. Culpan a los políticos, a la central obrera, al oficial de policía que dirigió la operación contra el motín. En fin, una desgracia irremediable. Un accidente fatal del que nadie es culpable.

Sentémonos aquí, mas cerca del mostrador, para oír el aviso de salida de los vuelos, nos queda poco tiempo para conversar. ¿A qué hora sale tu avión? – A las diez de la noche. – Son las nueve y un cuarto, Miklós. El gordo Gyorgy empujó con el zapato la maleta de Miklós y colocó su bolsa al lado de ella. Los dos amigos habían hablado de pie, rodeados por muchas personas desconocidas. Se sentaron uno junto a otro en el amplio salón alfombrado. Desde las butacas podían ver, a través de una cristalera enorme, los aviones que esperaban en la rampa del aeropuerto el momento de partir. ¿Miklós, sabes dónde está Panonia; has podido ver al doctor Ubrique? ¿En qué país vive Tadeusz? Me han dicho que todos ellos terminarán en los Estados Unidos; que nunca regresarán a Hungría. – Eso no es lo que me han dicho a mí. Creo que casi todos desean volver a Budapest. Pero quieren ganarse la vida en lugares con mejores condiciones de trabajo. Los periódicos están llenos de noticias económicas. Sin embargo, no ves por ninguna parte avisos con ofertas de empleo. Algunos de los nuestros temen la represión política. Creen que los lobos, apartados del escenario, esperan tras bastidores para morder a los espectadores cuando sea oportuno.

Ladislao y Panonia son casos distintos. Uno está en Cuba, trabajando en asuntos estadísticos relacionados con la historia social. Me lo ha dicho Ignaz; él lo vio y entregó en sus manos los papeles que Panonia me confió. Me ha escrito. Estoy convencido de que Panonia irá a los Estados Unidos y buscará trabajo en alguna universidad. Ladislao pretende conocer medio mundo y dos docenas de historias nacionales para escribir un ensayo de cinco páginas. Es un personaje de hábitos excesivos, aunque de gran talento. El no es peligroso para los demás pero atrae sobre sí todos los peligros: políticos, especialmente; pero también excita la ira de los académicos, pues siempre plantea problemas intelectuales en términos poco ortodoxos, a veces en forma escandalosa. Es muy tenaz, obcecado hasta la temeridad. No sé como ha sobrevivido hasta ahora. Ladislao Ubrique es una combinación del héroe magiar Arpad con el Cid campeador, como decían las muchachas de la facultad, locas por acercarse a él.

Una puerta chirrío al abrirse; con el ruido de la puerta se levantaron cien personas al mismo tiempo. – Es hora de despedirnos, Miklós. Yo no saldré de Europa; prefiero ir a Viena, a Berlín, a Belgrado, a cualquier sitio. Pero no iré a Nueva York. Esa ciudad ha sido la tumba de las ilusiones de millones de emigrantes. Es como una gran cloaca que tira los restos de los hombres al océano. En la isla de Cuba no tengo nada que buscar; es parte del trópico perturbador. He oído decir que el doctor Ubrique ha comido ya varias frutas tropicales: zapotes, jobos, mameyes y otra cuyo nombre extraño no recuerdo, algo así como caimites. No me sorprendería que Ubrique terminara sus días tumbado bajo un cocotero, asistido por una barragana mulata, entregado a la tarea de espantar mosquitos. Tras un apretón de manos, el gordo Gyorgy se unió a una larguísima fila de pasajeros.

henriquezcaolo@hotmail.com

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