Conversatorio fúnebre y alegre

Conversatorio fúnebre y alegre

La ingenuidad, aunada a la ignorancia disfrazada de inocencia marcaron toda mi infancia y parte de la adolescencia, tal vez para mi dicha y bienestar, ya que ello me permitió ver color de rosa esa maravillosa época. A medida que fui creciendo, el idílico mito fue de manera paulatina abriéndole espacio  a  un cruento e indeseado realismo.  Ya las cosas no eran como en los cuentos de hadas; los hombres y las mujeres construían su historia entre amores y dolores.

Nada venía de la nada y hasta el simple fenómeno de la respiración requería de un esfuerzo vital.  En la red social que nos arropa nadie da nada por nada, todo se intercambia; nada se pierde, todo se transforma.  Fluir es ley inexorable que nos acompaña desde la tibia cuna uterina hasta la fría tumba mortal.

El primer difunto con quien tropecé fue una infante.  Tenía rosado pálida su piel y estaba amortajada con un vestido blanco de encaje. El pequeño ataúd era una cajita de madera adornada con vistosos papeles de colores. La gente cantaba y reía, unos bebían y otros comían, sólo la madre lloraba. Recuerdo que mencionaron el diagnóstico dado por el médico del municipio: difteria.  No fue hasta que ingresé a la carrera de medicina  cuando vine a enterarme  de que existía una vacuna para prevenir dicha enfermedad. El siguiente caso correspondió a un recién nacido que contrajo el llamado tétano neonatorum; la madre y el padre se mostraban conformes con el deceso, pues aseguraban que les dio tiempo a bautizar al niño, por lo que no se marchó moro al cielo sino convertido en angelito.

De muy joven, vi morir mujeres de parto, victimas de sangrado o de infecciones. También supe de adultos jóvenes que cerraron sus ojos para siempre a consecuencia de fiebre tifoidea, tuberculosis o paludismo.  Convertido en galeno supe que estas dolencias tenían cura. Todavía más importante fue reconocer que se trataba de males hijos de la pobreza y de la falta de educación. Casi medio siglo después sigo viendo el fatídico signo de la miseria como marca indeleble que pronostica una mala calidad de vida y un corto tránsito terrenal.

Percibo  a una población mayoritaria que aspira a cambiar de rumbo y modelo existencial. Quiere mejor educación, mejor alimentación, alojamiento digno, fuente de trabajo para ganarse el sustento con honradez y decoro, mayores oportunidades y mejor ambiente para sus hijos e hijas. Se trata de un pueblo mil veces engañado y otras tantas burlado, pisoteado con botas criollas y extranjeras, vejado y humillado, pero jamás vencido.

Nuestros muertos siguen a destiempo abonando la tierra con sangre y dolor. Ellos nos narran sus historias, esperanzados en que sus verdades y sugerencias encontrarán oídos  sanos  que les escuchen con la debida atención para que  asimilen sus enseñanzas y construyan  mañana un nuevo mundo de justicia, paz y bienestar colectivo. El conocimiento aportado por los difuntos debe fluir para que un día no muy lejano se oiga al gran coro de los vivos entonar alegremente: Aquí jugamos todos o se rompe la baraja.

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