Convocatoria para la nostalgia

Convocatoria para la nostalgia

R. A. FONT BERNARD
En el decenio treinta del pasado siglo, la ciudad de Santo Domingo era una apacible villa, poblada por no más de sesenta mil habitantes. Era un pueblo grande, y la ciudad principal de un pequeño país llamado República Dominicana. En ese decenio, la ciudad carecía de todo lo que ahora tiene, pero poseía muchas de las cosas que hoy le faltan. Carecía de las discotecas «sicodélicas» y de los bares en los que se toma el «happy hours», pero poseía capillas culturales como «La Cueva» y «La Colina Sacra», en donde bullía el ingenio de una juventud, que mientras machacaba versos y discurría en prosa, le dictaba al país normas de inspiración y de conducta.

En «La Cueva» -un vetusto caserón ubicado en las calle 19 de Marzo y Salomé Ureña- se formó la generación intelectual más representativa del pasado siglo. Bastaría nombrar entre otras, a título ilustrativo, a las siguientes cumbres de la cultura dominicana: Juan Bosch, Franklyn Mieses Burgos, Ramón Marrero Aristy, Pedro Contín Aybar, Héctor Incháustegui y Rafael Américo Henríquez Henríquez.

En «La Colina Sacra», en las alturas de Villa Francisca, Rafael Augusto Zorrilla, Jesús María Troncoso, Francisco Ulises Domínguez y Andrés Avelino García, hacían caminos, con un movimiento renovador de la poesía llamado «el postumismo».

En ese decenio, la ciudad de Santo Domingo carecía de la caterva de economistas jóvenes, y jóvenes ejecutivos, asistentes, sociólogos, sicólogos, expertos en recursos humanos, genetistas, politólogos, relacionadores públicos, secretarios operativos y secretarias bilingües, que en la vida moderna representan la comedia de la eficacia. Pero poseía una pléyade de ciudadanos, autorizados por sus virtudes, para proyectarse como forjadores de la conciencia cívica del país. Transitando por una cualesquiera de las calles de la ciudad colonial, niños y jóvenes saludamos con respeto y admiración, a figuras investigas de una majestad republicana como el arzobispo de Santo Domingo, monseñor Gustavo Adolfo Nouel, Federico Henríquez y Carvajal, Américo Lugo, Emilio Prud»Homme, Arístides Fiallo Cabral, Cayetano Armando Rodríguez y Fabio Fiallo. Las calidades humanas del ayer, superaban ampliamente a las cantidades demográficas del presente.

Carecía la ciudad de Santo Domingo de los años treinta, de los lujosos automóviles, de la radio y de la televisión, y de todos esos artefactos modernos que idiotizan al hombre de nuestro tiempo. Pero en la Biblioteca Municipal, -instalada en el edificio colonial de la Tercera Orden- dirigida por don Luis Alemar con la asistencia del bachiller José Rijo-, irradiaba esa luz del espíritu, a cuyo lado resaltan mortecinas las modernas farolas de neón.

En ese decenio sólo existía la Universidad de Santo Domingo, y la ciudad carecía de los numerosos planteles, públicos y privados de hoy, -muchos de los cuales, llevan nombres extranjeros -donde jóvenes- y no tan jóvenes, de cabellos largos e ideas cortas, defienden heroicamente su derecho a ejercer la vulgaridad. Pero funcionaban numerosas escuelitas de barrios, en los que además de instrucción se impartía educación. Cada una de esas escuelitas, era como una prolongación del hogar, destinada al aprendizaje de «la letra viva» a la que se refería José Martí.

Entre los años 1930 y 1940, circulaban en la ciudad los periódicos «Listín Diario», La Opinión «El Diario del Comercio», «La Tribuna». Y dos revistas quincenales, «Baoruco» y «Blanco y Negro», que reflejaban en sus páginas, las inquietudes sociales y culturales de la urbe. Mención especial merece la revista «Cosmopólita», dirigida, redactada, ilustrada e impresa «medagalanariamente» por el periodista, fotógrafo, caricaturista, tipógrafo y bibujante Bienvenido Gimbernard. Todo un carácter y prototipo, de una virtud menguada entre los dominicanos de nuestros tiempos; la responsabilidad.

Hacia el 1931 retornó al país don Pedro Henríquez Ureña, designado por Trujillo para dirigir la Superintendencia General de Enseñanza el equivalente administrativo de la actual Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes. A su llegada se interesó en localizar a la señorita Leonor Feltz, quien según declaró, había sido la discípula preferida de su madre, doña Salomé Ureña, en el Instituto de Señoritas, y como tal, la institutriz de don Pedro y su hermano Max. Luego de muchas indagaciones, la señorita Feltz fue identificada como «La Madrilleta», una dama de elevada estatura y tez morena, que apenas sobrevivía mediante la venta de frutas y dulces a los alumnos de la escuela Padre Billini, cercana a su modesto hogar. Mediante la recomendación de don Pedro, la señorita Feltz fue designada directora del Museo Nacional.

Entre los años treinta y cuarenta, Trujillo creó la Academia de la Historia, La Academia de la Lengua, y el Ateneo Dominicano. En ese período se adoptó oficialmente como Himno Nacional, el compuesto por el Maestro José Reyes en 1883, con letra del poeta Emilio Prud»Homme. La obligación de reverenciar el canto de la patria, luego de su oficialización, fue impuesta draconianamente por la entonces naciente dictadura.

Hacia el año 1934, se iniciaron los trabajos de pavimentación de las calles intramuros de la ciudad, El Conde, Arzobispo Nouel, Arzobispo Meriño, Las Mercedes, Isabel La Católica, etc. No obstante, mucho de los ciudadanos supervivientes del siglo anterior, continuaban nombrándolas por sus designaciones coloniales: calle del Caño, calle del Comercio, calle de los Plateros, etc.

En año 1935 publicó el poeta Emilio Morel, su primoroso poemario titulado «Alas Abiertas». En él, el autor evoca la ciudad de Santo Domingo finisecular, en la que discurrió su niñez: «Cómo pasó el encanto de aquella edad bendita/ en la que sólo bastaban, para las diversiones/ un embique relleno de cera y municiones,/ un pájaro con lajas, un bolón y una agüita./ Era la vida fácil, la salud exquisita./ Vivíamos alejados de las preocupaciones/ Cuando se agriaba el tono de nuestras discusiones,/ vibraba el altanero «quítame esta pajita»/

Qué buena, mansa y dócil era la policía/ al pie de los llorosos faroles se dormía/ viéndonos dar carreras con aros de barril./ Más, ay! que muchas veces nos registró el bolsillo,/ y logró despojarnos del chato de ladrillo,/ del trompo, y de unas cuantas semillas de cajuil!

¿Nostalgia de tiempos idos, o conciencia de que moral y cívicamente involucionamos? En nuestro diccionario político de aquellos tiempos no existía la fea palabra, «corrupción».

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