Corín Tellado o la Yourcernar

Corín Tellado o la Yourcernar

CARMEN IMBERT BRUGAL
A una beldad dominicana le preguntaron quién era su escritor favorito. El doctor Balaguer, respondió oronda. ¿Cuál de sus obras prefiere? No he leído ninguna. Sirva tan singular proclama para comprender cuán arriesgado es intentar establecer jerarquías literarias en el país.

¿Quién asigna el lugar de los escritores dominicanos en el particular Olimpo  que armamos y desarmamos de manera antojadiza? ¿Quién puede atribuirle rango y cómo?  ¿Están aptos los contemporáneos para evaluar una obra, más allá de malquerencias o complacencias pasajeras? ¿Existe algún gremio desprejuiciado y enjundioso, capaz de analizar estrofas, novelas, cuentos  y obviar militancias, obediencias y amores, para usar el rasero que la posteridad validará?

Las sesiones de especialistas cada vez son más escasas. La discusión sesuda, la tertulia sobria, han sido sustituidas por la chercha entre iguales. Confunden  la diatriba con el análisis, desperdician el verbo escrutando intimidades de autores sin reparar en sus escritos.  La literatura dominicana es la gran desconocida afuera y adentro de la isla. Decenas de intelectuales nacionales afirman con delectación que no gastan energías leyendo a  sus  coetáneos. Un galardonado cuentista, recrea con desazón, cómo una escritora dominicana le espetó sin recato: ¿tú escribes? Ay, yo no lo sabía!

Escoger la representación por antonomasia de nuestra literatura  es difícil e inútil. Siempre mediará la subjetividad. La decisión implica exclusiones, inequidades que advienen en iniquidades. El negocio editorial no descubrió a tiempo textos de autores con calidad suficiente para trascender, sin ser negociados o impuestos por coyunturas académicas, políticas, afectivas.

¿Cuál parámetro debe ser utilizado hoy, para medir la calidad de una obra? ¿Su venta, la crítica, la inclusión en una antología, su ficha en una biblioteca universitaria?  El glamour de su autor? ¿Su afiliación partidaria?     

Cualquier doctorado en literatura hispanoamericana podría arriesgarse si alguien preguntara al detentador, la importancia de María del Socorro Tellado López. En ningún programa de estudios está la realización de la escritora más leída en español. Ella no ha necesitado el Libro del Buen Amor. Le fascinan Arthur Miller y Víctor Hugo. Produce cincuenta páginas diarias, tiene 4,000 títulos publicados y 400 millones de personas, alguna vez, lloraron con sus romances. Nadie osaría compararla con Marguerite Yourcernar. Soy una profesional que escribe por dinero, dice sin el menor empacho. Comenzó a publicar en el año 1946 y no se detiene.  Corín Tellado no aparece en antologías respetables. Juan Rulfo, sí. Es imprescindible su evocación. Le bastan Pedro Páramo y El Llano en Llamas.

Los más sinceros conocedores de las letras se atreven a detestar a James Joyce, reprueban la concesión del Premio Nóbel de Literatura a la escritora austríaca Elfriede Jelineck, insufrible para algunos. Aquí, sin embargo, hay una propensión a validar lo expresado por arrogantes diletantes que no aceptan réplicas, ni disidencias. Su gusto es el que prima.

Las selecciones absolutas son traicioneras, hechas con el corazón mucho más. Nada gana la discutible producción vernácula con el intento de escoger al mejor. Hay obras imperecederas, carentes de publicidad y mercadeo. Están ahí, en amarillentos fascículos.

La instrumentalización de los creadores es perversa. Lo adecuado es la difusión de las obras, lo sensato es la opinión de críticos profesionales, sin arrendamiento. ¿Quién podía restarle mérito literario a María Martínez durante la tiranía? “Falsa Amistad” y “Meditaciones Morales” no faltaban en ninguna casa. La presentación de la autora como candidata para el Premio Nóbel no avergonzó a los proponentes.

Que descansen los íconos en los altares individuales. Eso es respetable, empero, plegarnos a la imposición es nocivo, máxime cuando  no hay opciones para cotejar, se ignora el método aplicado para la elección y el trabajo de los críticos está suspendido. Antes de desgastarnos en la pueril tarea de asignar lugares cimeros para el escritor o la escritora preferida, es imprescindible fomentar la lectura, el estudio de la bibliografía nacional. Tal vez así, la unanimidad no necesite propaganda ni cariño.

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