Coro de difamadores

Coro de difamadores

El país no conocía de hábitos democráticos cuando las fuerzas derrotadas en diciembre de 1962 salieron amargadas a destruir la propuesta partidaria ganadora y su líder, Juan Bosch. Toda clase de epítetos acompañaban las manifestaciones de “reafirmación cristiana” utilizadas como bandera del combate rastrero. Antonio Guzmán recibió la ferocidad vulgar de, los perturbados frente al éxito de mayo de 1978, que nunca se detuvieron hasta la fatal noche del 4 de julio de 1982. Y en buena justicia, el dilatado proceso penal contra la administración Jorge Blanco exhibió mayor interés de descalificar que combatir la corrupción.
A José Francisco Peña Gómez pretendieron inhabilitarlo recurriendo a los métodos de mayor perversidad. El interés “político” se articulaba alrededor del calor electoral y afán por impedir su triunfo, pero en el trayecto, una red de reproductores de aquellas calumnias se tornaban atractivos para las fuerzas competidoras contentas con los ataques desconsiderados. Pensando en los “resultados” del ejercicio de degradación de la competencia, terminaron dándole un sentido de utilidad a todo calificativo desconsiderado, abusivo e irrespetuoso lanzado contra un dominicano de excepción. ¡Quedó el precedente!
En el marco de pujas partidarias desconectadas del intercambio de ideas y con el lamentable déficit argumental que caracteriza a un altísimo porcentaje del bestiario político, el camino de la difamación se constituye en el escenario propio de un club de ciudadanos que encontraron en los financiadores y/o espacios comunicacionales el trampolín de una “legitimidad” desprovista de rigurosidad y formación profesional. Por eso, el ejército de “gente que hace opinión”, instalados en radio, televisión y redes que sirven de correa de transmisión para que un coro paute una corriente de criterios sobre aspectos que ni dominan ni poseen pleno conocimiento. Aún así, sirven en su rol de instrumentos del descrédito.
Lo dramático es que los peledeístas recurrieron al método de lanzar descalificaciones como mecanismo de validación en capacidad de convertirlos en el referente de la decencia nacional. Pasado el tiempo, la naturaleza humana puso de manifiesto que la ética no está asociada a la militancia, y en el transcurso del proceso, establecieron prácticas capaces de implementarlas entre sus compañeros de organización.
Colocar a Quirino Ernesto Paulino en el centro del debate y método para impedir a un aspirante presidencial no se corresponde con los elementales niveles de civilización que pauta la política del siglo 21. Inclusive, una lectura retrospectiva de las políticas indispensables para el combate responsable a la penetración del narcotráfico en la sociedad reside en que, en la medida que se partidarizó el esfuerzo por derrotar su funesto impacto, imposibilitaron que un amplísimo segmento del país asumiera la lucha desde una visión ciudadana e incluyente.
Quiero ser coherente, antes por intentarlo contra Peña Gómez. Después, lo pretendieron contra Milagros Ortiz e Hipólito Mejía. Y constituiría un acto de irresponsabilidad aplaudir y/o mostrarme indiferente respecto de la aviesa intención de asociar a Leonel Fernández con narcotráfico. Discrepe, no coincida con sus planteamientos, apoye un candidato contrario y consiga todos los votos democráticamente para favorecer otra opción.

Lo amargo es la recurrente fascinación por concentrar la ruta electoral en impugnaciones que, de ser serias y responsables, deberían depositarse por ante los tribunales. ¡Pero no!. Aquí lo que importa es articular una red de mecanismos dañinos y sus reconocidos “repetidores”, incapaces de percibir la enorme contribución al derrumbe estrepitoso del sistema político. Aquí debemos cerrarle el paso al coro de difamadores, antes que una tragedia llene de vergüenza a la clase partidaria.

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