FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Norberto Bobbio fue un profesor italiano dedicado durante su larga vida a estudiar los temas conflictivos de la filosofía del derecho y de la filosofía política. Este último asunto, la filosofía política, parece ser un campo de reflexión contradictorio, pues cuando se hace filosofía es imposible – al mismo tiempo – hacer política. Y al revés, si hacemos política no tenemos ninguna oportunidad de filosofar. Un político retirado, desde luego, es probable que sea capaz de reflexionar «filosóficamente» al rememorar sus experiencias en las contiendas políticas. A menudo los políticos siguen haciendo política incluso al escribir sus memorias. Ahora bien, un profesor que intente abordar simultáneamente la política y la filosofía, está expuesto a la frustración vital y académica: no hacer filosofía ni tampoco política. La política es una actividad concreta, con medios específicos y fines limitados; en cambio, la filosofía es un esfuerzo intelectual encaminado a articular ideas generales. Hay tareas humanas absolutamente antitéticas; no podemos correr sobre el agua ni nadar en tierra; ni ser filósofos y políticos a la vez.
Norberto Bobbio, profesor emérito de la Universidad de Turín, senador vitalicio, ensayista, fue colaborador asiduo en los periódicos de su país. Entre sus numerosos libros hay uno consagrado al tema: «Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea». Se trata de un volumen compuesto con ocho ensayos, escritos entre 1956 y 1992, publicado bajo el titulo: «La duda y la elección». Los textos abarcan un período de treinta y seis años. Por tanto, permiten hacer un «balance» de la evolución del pensamiento de Bobbio a lo largo de más de tres décadas. En uno de sus ensayos Bobbio reproduce opiniones de Platón expresadas en La República: «A menos que los filósofos se conviertan en reyes de los Estados, o que los que ahora se dicen reyes y soberanos se conviertan en verdaderos y serios filósofos y se unan, en un mismo individuo, el poder político y la filosofía […] no habrá remedio alguno para los males de los Estados […] y ni siquiera,pues, para los de la humanidad». Según parece, Kant se refería a este pasaje de Platón al afirmar: «no hay que esperar que los reyes filosofen o que los filósofos se conviertan en reyes; ni tampoco es cosa de desear, porque la posesión de la fuerza corrompe inevitablemente el libre juicio de la razón».
A estas palabras de Platón y de Kant habría que añadir los puntos de vista de psicólogos y de expertos en caracterología.
Es muy difícil que concurran en «un mismo individuo» las capacidades, habilidades o virtudes, que producen buenos políticos y buenos pensadores. Por lo general los políticos tienen acusada tendencia hacia la acción y poco interés en las meditaciones abstractas.
Los intelectuales, casi siempre, aplazan la acción y se sumergen en cavilaciones interminables. La duda, en la mayoría de los casos, es enemiga de las decisiones. El político ha de ser un «profesional» de las decisiones, oportunas y rápidas. En el intelectual es una virtud repensar los asuntos. En el político las vacilaciones deben estar proscritas.
En el ensayo número cinco, titulado Intelectuales, Bobbio hace una clasificación útil para evitar las malas interpretaciones que podrían surgir del uso de los términos «filósofos» y «gobernantes», tal como aparecen en los textos de Platón y de Kant. Es obvio que no todos los políticos llegan a ser reyes o gobernantes; ni todos los hombres de letras y profesionales de una disciplina cualquiera pueden ser calificados de filósofos.
Bobbio toma de un libro de L.A. Coser: Hombres de ideas, cuatro modalidades históricas de intelectuales que han participado en la política. En primer lugar, los jacobinos que actuaron en la Revolución Francesa y los bolcheviques que derrocaron a los zares en Rusia; después los miembros de la sociedad fabiana en Inglaterra y lo que llamaron el brain trust durante el gobierno de Franklin D. Roosevelt, en los EUA. (Se continúa hablando hoy del «equipo de cerebros» de este o aquel gobernante, sea de consejeros, técnicos especializados o «expertos» en sociedades «exóticas»). A seguidas menciona a los «ideólogos» de la época de Bonaparte y a aquellos que con discursos y escritos justifican los actos de gobiernos totalitarios o edifican «el consenso» dentro de países con pocas libertades públicas; el cuarto tipo es el de los críticos permanentes del poder, el de los disentidores o discrepantes llamados «idealistas», que carecen de responsabilidades administrativas directas. Son los hombres educados que aspiran a «que todo mejore», crezca, se desarrolle y perfeccione.
Los políticos no suelen ser tolerantes con los intelectuales.
Una buena parte de éstos ha ido a parar a las prisiones: antes y durante la Revolución Francesa; en el imperio napoleónico y después de su caída; también en la Rusia de los zares y en la revolucionaria Unión Soviética; y lo mismo en la Alemania de Hitler y en toda la Europa del Este y en la España franquista. Muchos de los intelectuales que empezaron como colaboradores de un gobierno emergente, terminaron fusilados, exiliados o «en desgracia» política. Cuando «tienen razón» el rechazo es considerablemente mayor. Así ocurrió con Boris Pasternak en la URSS y con Milovan Djilas en Yugoeslavia. No importa cual sea la clase de régimen, se repiten las mismas persecuciones. A veces los intelectuales pretenden, como Jesús en el Mar de Galilea, caminar sobre las aguas; pero los gobiernos, en todos los casos, nadan en lo seco.