Corriendo tras la vida

Corriendo tras la vida

POR MARIEN ARISTY CAPITAN
Hace tiempo pensaba en la rutina como en esa constante enemiga que se filtra en nuestras vidas, corroyendo nuestro ánimo y llevándose consigo todo lo que encuentre por delante: la felicidad, el amor, la alegría y, sobre todo, el impulso de hacer de cada día una experiencia única.

Huyéndole a ella, decidí ser periodista. Escribiré, me dije, pero siempre mis palabras tendrán un sentido distinto. Las informaciones, como el día a día, tendrán su propio afán y su determinado por qué.

No fue hasta el lunes pasado que me descubrí, con perplejidad incluida, deseando que algo completamente rutinario: que, en mi camino a casa, no hubiese ningún sobresalto. Tras haber sido casi chocada en diez ocasiones en las últimas dos semanas (sí, en catorce días) sin cometer una sola infracción de tránsito, me sorprendí extrañado con melancolía aquellos recorridos en los que uno podía llegar de un lugar a otro sin jugarse la vida.

Todavía no sé cómo hemos degenerado a un punto tal que cruzar un semáforo en verde pueda ser un peligro a cualquier hora y en cualquier esquina; cómo la gente pretende atropellarte doblando en una intersección en la que está prohibido hacerlo -como la John F. Kennedy con Ortega y Gasset, por ejemplo-; o cómo hay que apostar a la ruleta rusa para entrar en una calle de una vía porque nunca se sabe si a algún hijo de p… le es más cómodo robarse un par de esquinas.

Como si eso fuera poco los infractores son de un descaro insospechable: aunque están en falta, y uno se la pone difícil si es que puede, ellos se incomodan como si tuvieran la razón. Eso me sucedió, precisamente, el lunes pasado.

La jornada fue dura desde que comenzó la mañana, cuando varios motoristas estuvieron al punto de chocarme al irse en un semáforo en rojo (ah, es que ahora “pelean”en grupo). Posteriormente, al salir del periódico, un señor casi se me tira encima para doblar en la Kennedy y, al salir de la zona universitaria, una voladora estuvo al punto de darme en la Correa y Cidrón con Lincoln, a pesar de que yo estaba cruzando en verde.

El punto final lo puso un “delivery boy” cuando estaba llegando a casa. Desesperada, no pude más que insultarlo y descargar así toda la tensión que me habían generado casi una decena de conductores a lo largo del día. El tipo, asustado, me pidió perdón y me dijo que debía entregar una pizza antes de que se le enfriara. Cuando lo vi marchar, asustado, pensé en quienes se juegan hasta el espíritu para complacer a los clientes y cumplir con una promesa que generalmente se rompe: llevar tu comida calentita en menos de cuarenta minutos.

No sé cuántos “deliverys” podrán chocar al día. Sí sé de muchos amigos que han tenido encuentros nada agradables con algunos de ellos. La prisa, sumada a la imprudencia, les lleva a cometer todo tipo de tonterías. Y nosotros, los conductores que no queremos llevárnoslos por delante, tenemos que cuidarlos para cuidarnos.

Pese a ello, muchos nos hemos quedado horas esperando algún pedido. En el periódico nos costó esperar dos horas par comernos dos pizzones el viernes pasado. Al llamar, nos decían una y otra vez que llegarían en dos o tres minutos. ¿Resultado? Llegaron fríos.

Al hacer esta anécdota, amén del desahogo, lo que quiero reflejar es hasta qué punto vale la pena que esos tipos se maten en el camino si al fin y al cabo nosotros no recibiremos lo que nos han ofrecido. ¿No sería mejor que nos digan la verdad, dejando que nosotros decidamos si esperar o no, en lugar de poner en prueba a los clientes que jamás volverán a pedir en ese lugar?

Con pedidos o no, lo cierto es que los motoristas y los temerarios han hecho de nuestra ciudad un caos en el que lo rutinario se ha convertido en una apresurada carrera por la vida (el que pestaña pierde, al parecer). Si es así que cambiaremos nuestros hábitos, que sea bienvenida la rutina.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas